● Los semáforos
● Los semáforos
A medida que recojo huecos, acompañado por ese amigo cotidiano llamado frío, en esta, como en cientos de otras madrugadas, finas gotas de lluvia se van acumulando en el parabrisas del bus para convertirse en serpenteantes hilos que se deslizan por el cristal en caída a trompicones. Las luces de los escasos automóviles que vienen de frente me dejan sin poder ver en la distancia solo hasta después de que han pasado a mi lado. Las luces de las luminarias de mi juguete de seis ruedas apenas logran cortar la oscuridad reinante, tan así, que los baches en el asfalto, ocultos bajo los charcos de agua, van dificultando poco a poco el rodar de mi camino, sin dejar, eso sí, de ir estropeando paulatinamente el sistema de amortiguación y suspensión del carro que conduzco. Mi primer pasajero me espera y lo imagino parado enfrente del conjunto residencial donde vive y sé que mientras llega su transporte, el habla del clima con un guarda de seguridad como medida de protección.
Detenido en una esquina, con una luz roja en lo alto, me quedo pensando un instante en todos aquellos que van tras el volante de esos otros juguetes que tengo ante los ojos. Imagino las alarmas de sus relojes mientras suenan simultáneas en horas similares; cavilo en sus rutinas somnolientas y desganadas bajo unas cobijas tibias. Una mujer que conduce un bus azul de servicio público que se encuentra detenido a mi lado, con la mirada puesta muy seguramente en la luz amarilla del semáforo, me recuerda que ellas, ahora, también madrugan a poner un pie en un piso frío para salir a laborar en esta jungla de cemento arriba de un carro; —eso de alfombras y pisos cálidos son para los que no madrugan por un cheque —me dice el otro conductor que existe en mi cabeza. —¿Será que ella, como yo, también sufre cuando gira la llave del encendido de su vehículo de trabajo en el parqueadero? —le digo y me pregunto pensativo, mientras la veo alejarse una vez una luz verde nos ha dicho que podemos seguir con nuestra marcha. El otro conductor en mi cabeza se ríe de mi pregunta, pero estoy seguro de que tampoco tiene una respuesta aceptable para semejante interrogante existencial.
Como baduinos asustados por una jauría de leones pasa un cien de motociclistas a los costados de mi juguete, desafiando los espacios disponibles y moviendo espejos de lo lindo; ciclistas parados en pedales compiten entre ellos y disputan en contra de las leyes de la física para poder mantenerse sobre sus caballitos de acero; recicladores con sus carretas atadas a sus cinturas ruedan con sus propios afanes, dado que su ritmo lo determina lo que han de encontrar entre las canecas de basura; los otros, los de los otros juguetes no se quedan atrás, pues su tamaño, su motor, su soberbia, su discutido afán los lleva a pelearse por un espacio que al parecer solo les pertenece a ellos. En todo caso, ese movimiento es un frenesí digno de un mapalè, pero sin coordinación alguna. Ese ruido propio de monstruos salido de los motores, deleita el oído de los espectadores a su gusto. Esos humos cancerígenos de la combustión de un desafortunado progreso, son la niebla de un acto del Sueño de una Noche de verano. Una melancolía en el alma de estos dos conductores por una tarde apacible en el campo, completan una impresión en nuestro razonamiento de que ese maremágnum parece ser la interpretación de una ópera dirigida por un loco que no es para nada un Don Quijote. Batuta desacompasada de una sinfónica compuesta por músicos esquizofrénicos y de la cual hacemos parte él y este servidor, lo queramos o no. El otro conductor que habita en mi cabeza se burla de mi orquesta, al parecer a ese sujeto solo le gusta el tango, ya que se pone a cantar, Si yo pudiera comprender, de Miguel Caló. Le digo airado que nos sometemos a la congestión y no precisamente estomacal, por un sueldo y qué precisamente nosotros no hacemos que nuestro pie en el acelerador pese más, para así vernos libres de luchar por ese espacio que parece tan valioso para los conductores de esos otros juguetes. Le digo que no nos interesa el afán, y que al fin de cuentas es por eso que madrugamos un poco más de la cuenta. Le enfatizo que nuestro propósito es llegar a nuestro destino tres veces al día sin contratiempos. Le repito que no nos liamos en esa batalla infinita de codazos metálicos para no dejar ocupar por ese otro anónimo un lugar que le parece tan vital, puesto que creemos que con eso en realidad solo ganaríamos que la gastritis en nuestra garganta se hiciera más amarga. Ese papanatas me responde que a él la parece es que luchamos por unas cuantas bocanadas de oxígeno, que guerreamos no por llegar a alguna parte, sino porque no sabemos a dónde vamos, que la batalla no es por un cheque, acaso que porque no tenemos sueños propios. En lo que sí estamos de acuerdo es en que lo que vemos desde nuestro asiento, es el reflejo de una displicencia o de una psicopatía congénita hacia los demás que raya en la infamia del egoísmo más puro al que nos ha llevado la llamada modernidad.
Han quedado atrás unos cuantos semáforos; una vendedora de tinto que nos gusta; un par de trogloditas que a puños se pusieron a solucionar un choque simple; unas cuantas aproximaciones a posibles accidentes con carácter de fatalidad segura y el escenario caótico del tránsito se ha multiplicado sustancialmente. Poco avance, poca paciencia, la sinfónica a todo volumen y nada que llegamos. En el camino hemos imaginado que los edificios y las casas que hemos visto a nuestra derecha, albergan a otros como nosotros, pero que no salen, que se esconden, que aguardan, no sabemos para qué aguardan, pero aguardan. Hemos supuesto a niños durmiendo plácidamente en sus cunas, en esos edificios, en esas casas y hemos discutido que ellos también esperan, pero que todavía no saben que es lo que esperan. Le he dicho que esos niños no tienen necesidad de esperar y el condenado se ha vuelto a burlar de mí. —Nacemos esperando la teta, nacemos esperando a que nos limpien las nalgas, nacemos esperando el cariño de nuestras madres, nacemos esperando a la mujer que nos ha de satisfacer nuestras necesidades biológicas, nacemos esperando a esa segunda madre que termine de criarnos, nacemos esperando que nos digan por quien votar. Hombres y mujeres andamos por la vida esperando lo que la muerte no ha de darnos —me ha dicho el perverso ese.
Un olor nauseabundo nos recuerda que dejamos el último semáforo en el retrovisor y que ya salimos de la ciudad sin haber salido en realidad. Ese otro en mi cabeza me ha dicho que, para salir de verdad, hay es que dejar de hacer lo que hacemos. Que le haga caso, que me olvide del asfalto, de las madrugadas, de los semáforos, de sinfónicas estrambóticas y de andar sentado al frente de un timón. Me he quedado callado, me da pereza discutir con ese otro. Ese se piensa que vive en esas épocas en donde escribir daba para tener un príncipe benefactor. El pobre es un iluso que cree que escribe bien y que se ha de ganar un nobel con sus embustes mal chusografiados.
La realidad nos da un golpe certero en las mejillas con una niebla que cubre la escasa luz solar en la mañana que no acaba de nacer sobre el vidrio panorámico. Hemos llegado a la planta con nuestros treinta y tantos pasajeros y, ahora, a esperar a que salga el turno que dejamos la noche anterior a las diez menos quince. No sé por qué, pero me parece que ese otro conductor que habita en mi cabeza está recontando los semáforos que hay en el recorrido que hacemos desde hace nueve años.
Jazón
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Jaime Zàrate León
Diciembre 18 de 2023
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