Una gomela Timida

 

 

● Una gomela tímida                

            Hace más de media hora me encuentro estacionado a la orilla de la vía que conduce de Bogotá a Villa de Leiva, en la población de Sutamarchan. Un grupo de 26 estudiantes de entre 18 y 19 años y dos profesores van camino al Museo Paleontológico y han parado en esta población a desayunar. Decidieron que querían probar la picada sutamarcheña; palabra utilizada por uno de los cuatro jóvenes que hablan animadamente en la parte posterior del vehículo. No se interesaron en acompañar a los demás. Se trata de dos muchachas, gomelas «fresas en otras latitudes», y un par de zoquetes algo atrevidos. No quisieron disfrutar del fruto de la tierra boyacense y andan comiendo hamburguesas con Coca Cola, en medio de un diálogo muy interesante y al que no le dejo de parar oreja.

            No tengo idea de los nombres de ninguno de ellos, por lo que me referiré a las características físicas más notables que me devuelve el espejo retrovisor, de estos adolescentes socarrones, y en la medida en que progrese este diálogo que deseo, y que me interesa compartirles.

            Ojiachinada. —… Marica, mi padre nos torturaba los fines de semana desde las cinco de la mañana con una antología de géneros musicales que iban desde jazz, el soul, el góspel o boleros. Él se pegaba unas pasaditas por rancheras; una que otra rodadita por el Rock de los ochenta, las baladas no le faltaban, de esas que llaman música de plancha; incluso mis oídos llegaron a ser torturados por esa música que llaman clásica, con una facilidad espantosa. Marica, eso se me quedó en los oídos para siempre. Al escucharlas en un taxi o en un UBER, no puedo dejar de reconocer algunas de esas canciones. Marica, sin querer, un día terminé cantando la canción «La Cucharita», ¡de verdad! ¿Imaginen eso? ¡Ah!, y en plena reunión del parche en El Chorro de Quevedo.

            Boquiflojo. —Huevón, a mi mamá solo le gustan los vallenatos, y esa güevonada no me ha gustado nunca. Marica, dos canciones de esas y yo ya estaba de manicomio.

            Cuatrolamparas. —Huevón, a mí me ha tocado aguantar esa música que llaman de despecho. A mis viejos esas letras les provocan unas manifestaciones corporales que no puedo explicar, o mejor, que no quisiera describir aquí. Cuando escuchan a ese tal Darío Gómez, marica, se transforman en máquinas de sufrimiento. Huevón, por poco y les da un infarto el día que ese jaibo se murió.

            Tímida. —Maricas, les propongo un jueguito. Cada uno de nosotros cantará un verso de una canción, de esas de las que conversan y los combinaremos con unos de reguetón y veremos que sale, ¿sí?

            Boquiflojo. —¡Buenísimo, marica!, vale. Yo empiezo (carraspea, la garganta) …

                                    —Tú ere' una bellaca, yo soy un bellaco.

            Ojiachinada. —No más en la apuesta yo puse y perdí.

            Tímida. —Ahí viene la perra. Que me iba mordiendo. Perra valiente. Que muerde a su dueño.

Cuatrolamparas. —Sé que es el pecado de todos.

Boquiflojo. —A la orilla de la playa, sin ropa, sin toalla.

            Ojiachinada. —En cofre de vulgar hipocresía.

            Tímida. —Y siente en su pecho hervir la pasión.

Cuatrolamparas. —Imagínate en un tren, en una estación. Con porteros de plastilina que llevan corbatas que parecen de cristal.

            Boquiflojo. —Y que ese huerfanito necesita una mamá.

            Ojiachinada. —No te miento, fui feliz, aunque con muy poco amor.

            Cuatrolamparas. —De todos los chicos que he conocido y he conocido algunos.

            Tímida. —A mí me gustan más grandes, que no me quepan en la boca.

            Los cuatro paparotes se ríen a moco tendido y sin vergüenza. Sus risas son tan fuertes que viajan en la distancia hasta llegar a los oídos de sus compañeros y profesores, a quienes veo que todavía degustan chorizos, rellenas, chicharrones, papas criollas y de las demás delicias gastronómicas de la región en el interior del restaurante: La Fogata Sutamarchan.

Una papita criolla se me queda atorada en la garganta, me cuesta respirar y de mi boca emerge un poco de saliva, cosa que me incomoda más, que lo que acabo de escuchar. La cosa iba muy bien hasta ahora y solo tiene que ser tímida la que sale con esa perlita. La muy ladina se humedece los labios con la lengua, provocando a sus compañeros, pero creo que lo que hace realmente es hacerme fieros, dado que sus ojos y los míos se cruzan por un instante en el reflejo del espejo por el que los observo.

Lo mejor será que me baje del vehículo y me dé un paseo por el pueblo; estos pájaros y, en especial, esta urraca joven, son muy fregados. Y como sé que todos los caminos conducen a Roma, les solicito muy amablemente que bajen del vehículo y que, si lo desean, se reúnan con sus compañeros. No deseo que estos adolescentes calenturientos terminen salando el carro, eso es seguro, si los dejo solos al interior del mismo.

            Los cuatro bajan sin objetar, pero sí, cantando al unísono unos cuantos versos más de la molesta canción, lo que hace que mi perturbación aumente significativamente. El cultivo de papa en un potrero adyacente está a punto de cosecha, hace algo de frío, pasa un camión ganadero. Un paisano que pasa en bicicleta me saluda y apenas le regreso el gesto con mi mano derecha, la otra anda en el bolsillo de mi pantalón, escondiendo mis malos pensamientos. Un gato corre, pasa un perro y dos señoras vestidas de negro van a misa. No hay ninguna tienda abierta y a lo lejos veo una panadería abierta. Mi mente no desiste de recordar los labios aquellos. Me urge un cigarrillo. Mejor me busco dónde tomar un café, un jugo, un tinto; una cerveza no puedo, algo que me quite esta sed inoportuna.

 

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