● Se busca por un buñuelo
● Se busca por un buñuelo
He solicitado un café con leche y un buñuelo, y me he puesto a perder mi tiempo con los ojos puestos en el celular, mientras Rosita me trae mi pedido. Aunque el tiempo es una constante para todos los que hacemos lo mismo, me refiero a perder el tiempo debido a este bendito aparato del demonio, ya que este se ralentiza inevitable. No me he percatado de que la «señorita» que atiende el negocio se ha tardado más de media hora en regresar y no me ha traído mi café con su buñuelo.
No tengo prisa y como me gusta tanto mi mesera favorita, no me importa lo que tarde. Por favor, no se lo tomen a mal, se los ruego, pues ese interés es sincero y sin mala intención. Ese tiempo mis ojos la han pasado entre ver la pantalla del teléfono y las caderas de Rosita cada vez que pasan junto a la mesa en la que estoy sentado. La muchacha se comporta con la clientela con mucha amabilidad, pero con este servidor no es así: solo que la muchacha les dedica unas miradas furtivas de vez en cuando a mis ojos y le obsequia a un sufrido corazón una espléndida sonrisa como premio a la paciencia que le tiene un pendejo enamorado como yo. Rosita le regala a mi nariz su aroma de magnolias; le obsequia a mis ojos su delgada y petisa estatura; deleita a mi boca con su cabello negro recogido en una trenza campesina; ilusiona a mi hombría con sus caderas bien torneadas cada vez que pasa. Me lleva a pensar en hijos que ya no quiero, y todo porque parece que todos sus caminos la llevan a pasar por el lado de mi mesa y todo eso me mantiene entusiasmado. Con la mente ocupada en fantasías animadas, de ayer y hoy, y además, sin prestar atención a que mi estómago tiene hambre y que mis manos están heladas.
Está lloviendo desde bien temprano. En el exterior, las personas avanzan ajustándose la ropa al cuerpo y con la cabeza gacha; los paraguas en sus manos son pequeños globos que a punto están de levantar el vuelo con todo y transeúnte. Don Lorenzo, el dueño de la panadería, mientras prepara buñuelos con ojo de águila, controla el panorama. El hombre, desde la entrada del local, me mira y me pregunta si ya me atendieron. Yo le contesto que no, pero me arrepiento al instante. Sé que el espectáculo de Rosita va a terminar en el acto.
—¡Rosa!, don Enrique está esperando desde hace rato —le dice a la mujer que no es mi mujer todavía.
Toda la concurrencia se da por enterada de que Rosita me tenía esperando y como todos conocen mis devaneos con ella, las burlas no se hacen esperar.
—Rosita, no hagas sufrir a ese pobre hombre, dale lo que te pide —le dice Alirio, el latonero, sin ningún tipo de recato.
—A Rosita le gusta hacer sufrir a los hombres —dice Riquelme, el mecánico, para todos los presentes.
—Anda Rosa, no te hagas la rogada, sabes qué don Enrique quiere dejar de andar solito —le dice doña Eulalia; la mujer de don Abel, el de la tienda y que acababa de llegar.
—Rosa, mami, ¿qué será lo que quiere el negro?, je, je, ya tú sabes, ¿no? —le canta Ana, su compañera de trabajo.
—Enrique está dispuesto a esperarla toda una vida, eso es seguro, Rosita —nos dice don Pablo, el plomero, con su aire de papá abuelo que no puede con él.
Rosita, a pesar de que está acostumbrada a escenas como esta, no deja de pintar de rosado sus acanelados cachetes. Presurosa corre a la cocina y al instante regresa con mi café con leche; don Lorenzo ya me ha traído mi buñuelo.
Al oído le digo, por enésima vez, que si me deja invitarla a una pola el viernes y por enésima vez me responde que lo está pensando. Le tomo el dorso de su mano y lo aprieto contra la mesa para impedir que una vez más se escabulla de mí querellas, y sin que me dé una respuesta afirmativa.
—¡Ay, don Enrique!, usted como es —me dice con ese dejo de siempre: acongojado, suplicante, dolorido y sin esperanza —Usted sabe que yo no puedo —me insiste, luchando a su vez para que le suelte la mano.
Algo extraño está pasando; el silencio se ha hecho dueño del lugar sin aviso alguno. En la televisión no se escucha al narrador del partido entre Brasil y Corea del Sur; de la nada, deja de escucharse al hombre que vende mazamorra dulce en su motocicleta y que con su megáfono aturdía a todo el que se encontraba a su paso por la calle, promocionando su apetitoso producto. Un estremecimiento súbito en la espalda me indica que es mejor que salga pronto de allí una vez volteo a mirar hacia la entrada del lugar…
Hace mucho tiempo que mis pies no me llevan tan rápido como esta mañana, pero resulta ser que era el marido de Rosita el que había llegado. Ahora que lo pienso, se me ha olvidado pagar. Don Lorenzo me ha de estar buscando por el buñuelo y el café con leche que no le he pagado, por andar buscando lo que no se me ha perdido.
Jazòn
Jaime Zàrate Leòn
Diciembre 7 de 2022 ®
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