● Gracias a Dios
● Gracias a Dios
La noche está en su apogeo. El caos organizado del tráfico ulula sin pausa y sin piedad y voy llegando a mi punto de partida tras el volante de mi juguete (un bus para treinta pasajeros). Camiones de dos ejes, de seis ejes, automóviles, otros buses de pasajeros como el mio, motocicletas, ciclistas, peatones y toda esa fauna de la selva de cemento que se llama Bogotá, pasa rauda en todas direcciones y a ninguna parte. Tengo más de diez minutos disponibles antes de que el reloj marque la hora de salida para empezar a recoger a los operarios que le dan sentido a mi trabajo y, como todas las noches, me dispongo a tomar una bebida aromática caliente, acompañada por su infaltable compañero, un cigarrillo mentolado, en el puesto de doña Marcela.
Un joven de aproximadamente veintitrés años y que conozco de vista y de charlas baladíes en otras ocasiones como la presente, aquí mismo en el puesto de doña Marcela, está con su grupo de trabajo tomando tinto y fumando marihuana. Él es uno de los dos enfermeros de la ambulancia que quedo delante del autobús que conduzco a mi llegada y apenas me ve llegar me saluda con el puño de su mano derecha, en un golpe amable sobre mi mano, igualmente cerrada, dejando con la palabra en la boca a Catalina, una chica de cabello azufrado y de flecos rojos; con unos ojos de pantera difíciles de dejar pasar sin detenerse un momento en ellos (pupila amarilla con vetas de color marrón e iris de color negro, pestañas largas y cejas bien pobladas y con el color prestado por el sol muy seguramente), de piel fresca y sonrosada y con unos labios achocolatados que no hacen otra cosa que provocar a la lujuria que vive en mi mente de conquistador fracasado. Poco me falta para que de mi boca salga una solicitud formal para que esos labios me permitan poner los míos sobre ellos, solo que la voz a locomotora asmática de Raúl (así se llama el joven), me regresa a mi realidad; ese tipo de boca y su dueña me están vedadas por un mandato divino. En fin...
Hemos comentado sobre el frío que hace, del tráfico insufrible, de lo cara que está la vida y sin que se lo pregunte, me dice que el trabajo está muy difícil. Me cuenta, sin que haya poder humano que lo haga callar por un instante, para que pueda yo meter mis narices en su larga perorata, que la competencia está muy «brava». Me dice que hay muchos carros como el suyo y que en ellos hay mucha gente pendiente de los radios comunicadores; todos al acecho de los accidentes que se presenten, en especial, por supuesto, si hay heridos: un muerto es mal negocio y nos hace perder la carrera, me dice con una frialdad abrumadora, tan así, que espanta el calor que me suministra el agua aromática que me estoy tomando, en mis pulmones. Me dice, algo acongojado, que por lo general hay dos o tres ambulancias disponibles por cada siniestro vial y que por eso es que los vemos llegar de a dos o tres carros cuando apenas ha amainado el polvero desatado por el estrépito de metales. Raúl se lamenta y German, el conductor de la ambulancia lo acolita con un movimiento afirmativo en su cabeza, que solo les pagan un tanto por cada herido que recogen y que eso no alcanza para nada. Reniega de la compañía que administra las ambulancias, ya que, según él, con ese pago, la tripulación tiene que costear los gastos del vehículo: combustible, lavado y mantenimiento, y otros gastos adicionales que no entiendo en qué consisten, y cómo no me deja preguntar, me quedo con la duda.
Raúl tiene unas ganas de hablar tremendas y yo de preguntar. Ambas se riñen con vehemencia, pero la persistencia y la narración, tipo Hitchcock del muchacho, terminan por hacer que mi lengua se contenga. Me narra una serie de peripecias que han tenido con sus clientes –los involucrados en los accidentes, es decir, los heridos, pienso yo-. Me empieza a dar un pormenorizado informe sobre un accidente que atendieron en días pasados entre un camión de ganado, un vehículo particular, dos pares de motociclistas, un ciclista, un peatón y un perro vagabundo...
—Imagínese cucho —así me dice el irrespetuoso enfermero, dado que yo no le he dado esa confianza, pero que se puede hacer; así son los jóvenes de hoy—, que: según los testigos, el chandoso ese (el perro) se pasó la calle a la carrera por delante de dos parejas de motociclistas, y que estos, por no atropellar al animal, lo esquivaron con una maniobra intempestiva invadiendo el carril contiguo, y sin cuidado alguno, huevon, con tan mala suerte que el de un carro particular, un Mercedes Hatchback de lujo, que venía a mil, se los llevó por delante. Cucho, del impacto, estos fueron a dar al carril contrario, resultando las dos motocicletas abajo del chasis de un camión de ganado que pasaba, también a toda mecha. Marica, los dos hombres que las conducían quedaron bajo las llantas del camión y sus compañeras desafortunadas de viaje, fueron a dar al andén más lejano que encontraron en su atropellada caída, llevándose por delante a un ciclista que rodaba, juicioso, por la cicloruta y a un peatón que estaba a punto de subirse a un taxi; marica, de milagro el taxi no resultó con alguna de ellas sobre la tapa del motor del carro.
La narración de Raúl está impregnada de emoción y con el frenesí digno de un narrador de fútbol, con su jerga y sus muletillas vocales un poco disminuidas, según observo, ya que de tres palabras que pronuncia comúnmente mi amable narrador, dos son alguna de ellas y, con sus pulmones clamando por algo de oxígeno.
Me queda apenas la colilla del cigarrillo y la fumo con una ansiedad para nada percibida por este conductor de bus. La descripción detallada que me hace el impertinente muchacho de las lesiones que sufrieron los heridos es descarnada: sangre por aquí, viseras por allá; piernas rotas, cráneos lesionados, quejidos a todo dar, fue lo que encontraron regados a todo lo ancho de la calle una vez llegaron a la escena del siniestro y un trancón (atasco vehicular) de los mil demonios. Ni se mencione aquí, las condiciones en las que quedaron los hombres bajo las pachas (pareja de ruedas unidas que tienen los vehículos pesados) del camión. Marica, sus signos vitales apenas eran perceptibles en los monitores cuando llegaron al hospital, acota con sorpresa Catalina, interrumpiendo a su compañero de trabajo, demostrando que si era posible detenerlo.
El tiempo disponible para escuchar al entusiasta cronista se me agota, pero eso él no lo sabe y pienso que poco le importa, ¡ja! Sus compañeros: el conductor de la ambulancia y Catalina, la chica que me está vedada, también enfermera, olvidaba decir y un hombre mayor que se ha sumado a la audiencia y que me dice en voz baja que él también estaba allí, en el lugar, hora y circunstancias del accidente narrado por Raúl, lo escuchan alelados y no me incluyo, pues el reloj de mi compromiso me llama con insistencia. Me da la impresión de que ellos a pesar de haber sido testigos de los mismos hechos, al parecer se perdieron de muchos de los detalles expuestos por mi joven y locuaz amigo, ya que solo asienten con la cabeza a todo lo que él me cuenta; la chica del cabello azufrado tienes sus ojos felinos empeñados en los labios de Raúl; estoy seguro de que estos dos tienen su cuento.
La impaciencia me domina, pero puede más mi espíritu de narrador de cuentos. Me quedan dos minutos disponibles y espero con ansias a que termine su historia, pero el condenado cambia de tema para lamentarse de que el trabajo anda de capa caída. Me dice que esta semana que ha pasado no ha habido mucho que hacer y que él piensa que se debe a que como acaban de montar un nuevo pico y placa, por eso hay pocos carros en las calles y, por consiguiente, menos posibilidades para que les salga trabajito.
El tiempo se agotó y me despido de Raúl de la misma manera como fue el saludo; de la chicha con un chao sonrojado en mis orejas, de eso estoy seguro, del conductor de la ambulancia con un hasta luego, frío e impersonal y del hombre mayor no sé nada, se ha desvanecido tal cual llego, y sin querer y, en camino a mi vehículo, escucho desde el interior de la ambulancia la voz metálica de una mujer anunciando un accidente que se ha presentado muy cerca de aquí, y según la mujer, se encuentran involucrados varios vehículos, entre ellos un bus del SITP (Servicio integrado de Transporte Público de Bogotá) con treinta pasajeros a bordo.
—Gracias a Dios salió trabajito —dice a mis espaldas Raúl, mientras me encamino a tomar el timón de mi herramienta de trabajo.
La máquina que conduzco no ha avanzado cincuenta metros cuando a mi costado pasa la ambulancia con Raúl, con una chicha de labios achocolatados y con su respectivo conductor; con la sirena a todo volumen y, en la voz de la fierecilla aquella se escucha por los aires y a través de un altoparlante, fuerte e imperativa, pedir espacio para el vehículo de emergencias. Al observar en la distancia el abrirse paso por entre los carros a unas luces intermitentes, fastidiosas y centelleantes sobre el techo de una camioneta blanca, con dificultad debo decir, me quedo pensando que de alguna manera la sociedad humana basa su desarrollo en un comportamiento similar al de los animales de carroña. Vivimos de la descomposición; la muerte se convierte en el alimento de los vivos, la desgracia ajena puede llegar a ser fuente de alegría de unos otros, que la subsistencia de nuestros hijos depende, en alguna medida, del sudor del que está en el reflejo de mi espejo retrovisor y que, sin darnos cuenta, todos somos partícipes de una bacanal lujuriosa de dolor y muerte; solo que está anda en un coche luminoso, disfrazada de progreso y alimentada a boca llena por esas necesidades impuestas por la vanidad, el ego y la soberbia. En la radio suena una canción a la que poco cuidado le ponía y que le hace perfecto colofón a esta historia en la voz de Julio Sosa, mientras me detengo para recoger a una mano femenina que aletea a mi paso y a la orilla del andén:
El mundo fue y será una porquería,
ya lo sé, en el 510 y en el 2000 también...
Jazòn
Jaime Zàrate Leòn
Diciembre 5 de 2022
Registrado febrero 11 2023 ®
Comentarios
Publicar un comentario