● Un viaje al futuro
● Un viaje al futuro
Crónica de una novela inconclusa
En un futuro no muy lejano, Ramiro se tropezará con una triste verdad. El haber dejado pasar tanto tiempo, habrá endurecido no solo el corazón de ella, sino que el suyo propio se habrá convertido en una uva pasa imposible de consumir. Corazón que perdió la frescura que durante tanto tiempo lo motivó a mantener la ilusión de que un día él pudiese tener la oportunidad de vivir su amor por ella. Ese día, y lo sabe, las palabras no dichas, o para ser más gráficos, atascadas en su garganta, antes de viajar hasta la fuente de sus deseos, le sabrán a vino avinagrado. Ese día ya no podrá transmitir el temblor de su piel a sus manos blancas; no será capaz de suministrar un poco de ese calor que lo consume a sus ojos fríos; es posible que ocurra que su mirada hubiera perdido el brillo de ese amor sin cuantificar, amordazado durante tanto tiempo por la sombra de lo prohibido. Ese día saltará el payaso resortado de la caja, para descubrirle que el miedo no estaba en sus escrúpulos, sino en su acobardada manera de creer que la protegía. Ese día recordará, sin lugar a dudas aquella tarde bajo el puente, ese beso que se quedó en el aire y a ese, te amo, susurrado a un oído sordo.
Haber amado por tanto tiempo sin poder expresarlo, ha significado para él, una cadena y sus grilletes que, colgados alrededor de su corazón, ha sido el peso insondable de una bola de acero sobre su pecho. Semilla de guayacán sin esperanza de germinar con tan poca agua en tierra árida. Ramiro se aferró a ese amor, como se aferra a la vida una semilla de la Caña de Indias; dado que supo un día, que una de ellas duró cerca de seis siglos antes de dar muestras de vida nuevamente, ante el rocío de un poco de agua en tierra fértil.
Ramiro va en pos de ella, sentado al lado de una ventana del avión que lo llevara a su lado. Observa absorto los contornos de las nubes, queriendo descubrir alguna forma antropomorfa que le dibuje el rostro de su amada. Las nubes no le dicen nada, no le pintan con sus grises las manos delicadas de quien es su agonía eterna. Se siente ofendido con el cielo, ya que este no entiende, como el azul celeste no comprende de amores para siempre. Su mirada se pierde en la lejanía, su mente viaja aún más rápido que la silla sobre la que va sentado. Ella no lo espera y a él le palpitará la vida, una vez le diga «Te sigo amando Sonia». Su mente juega con preguntas inverosímiles, pero en todas ellas, él no quiere admitir un no como respuesta. Él no podrá enfrentarse de nuevo a un: «Eres muy bello Ramiro, pero no puedo amarte; mi vida pertenece a otro». Ella, de nuevo, lo hará morir sin que deje de existir; lo postrará en tierra ajena y pensando que morir ha sido vivir sin ella.
En un sueño, de esos que no sirven, sino para cerrar los ojos, poco antes de llegar a su destino, Sonia ha aceptado una petición de matrimonio. Ve los preparativos: la torta, los invitados, un vestido largo, un escote acanelado. Ve a un cura; al padre Rubén ―párroco de la iglesia de un pueblo atravesado―, quien se prepara para oficiar una misa. Ramiro ha dicho: «Recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti». Solo que en el momento de poner el anillo en el dedo de su amada y antes de pronunciar el —sí, acepto—, ha dudado. La vergüenza en forma de calor corporal invade las mejillas del enamorado que finge dormir. Exaltado, busca en un bolsillo interior del saco que trae puesto y extrae un cuarzo verde, como alguien a quien se la ha de ir la vida en ello. Con la gema en la mano, se la queda mirando, pensativo, para luego decirse a sí mismo ―Ramiro, no debiste poner en esta piedra todo el peso de tus esperanzas. ¡A por ella, pase lo que pase!
El futuro no existe sin el ahora; sin el pasado carecería de sentido, y lo que lo hace interesante es esa la lucha diaria por lo que se puede hacer y lo que no, se dice en voz alta, despertando a una vecina de su silla. Sonia no podrá negarse esta vez. El camino, aunque corto y signado por la enfermedad que ella padece, puede darnos tiempo para vivir lo no vivido, le dice a la atolondrada compañera de viaje. Su mano derecha se lastima por lo duro del cuarzo aquel, pero a él, a estas alturas, le importa poco.
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