● La pandilla de los rizos de plata


 

 

 ● La pandilla de los rizos de plata           

         En una esquina del parque, justo frente a la cafetería de doña Ignacia, me he encontrado con Luis. Voy a verme con Amelia y como no tengo afán acepto la invitación de mi exsocio a tomar un tinto. Los tres pasos que no separan de la entrada son franqueados en segundos. Doña Ignacia me saluda de forma efusiva.

         ―Qué gusto verlo, Jaimito. Te imaginaba pasándola bueno con ese billetico que les pagó don Fermín―. La mujer no espera mi respuesta y se pierde en el interior del establecimiento, mascullando entre dientes algo incomprensible.

          No veníamos desde aquella tarde nefasta del mayo pasado. Tres meses han pasado. Mientras nos tomamos el tinto, recibo una llamada de Amelia anunciando que se va a tardar; su madre todavía no sale del hospital, por lo tanto, tengo algo más de dos horas disponibles. Le comunico la buena noticia a Luis y con ello se anima a pedir dos cervezas. No tengo nada que decir. Es hora de aclarar algunas cosillas entre los dos y qué mejor lugar que en el que nos encontramos sentados. A medida que ingresan y salen clientes; todos sin excepción nos saludan, pues nos conocen desde hace varios años; además, todo mundo en el barrio está enterado de lo que nos pasó aquel día. Es oportuno entonces narrar lo ocurrido para que se hagan a una idea de lo que pasa entre Luis y este narrador.

         Empezaré por decir que ese día don Fermín, dueño de un campero Nissan modelo 1979, había quedo de pasar a recogerlo al taller después de tres meses de una remodelación total. El día anterior había finalizado nuestra tarea y estaba listo para ser entregado. Confiábamos en la excelencia de nuestro trabajo y contábamos por adelantado con el pago total de la remodelación. En general, en este tipo de labor se solicitan avances a medida que se avanzan las reparaciones, no obstante, un azar de la lengua suelta nos obligó a responder por la excelencia y ejecución de nuestras labores en relación con aquel campero, debido a una apuesta. Quedamos con su propietario en que, al cumplir una fecha determinada y precisa, y con una satisfacción a pedir de boca, el hombre nos cancelaría la totalidad del trabajo, pero también un bono sustancialmente jugoso debería ser entregado a nuestro favor, de cumplirse con lo apostado. Ambas condiciones se cumplieron y, por lo tanto, el monto de dinero que cancelaba la factura era sustancioso. Algunas deudas dependían de ser canceladas con ese dinero, un par de proyectos se podrían cumplir y hasta un pequeño tour familiar se podría realizar y de ahí surgieron las palabras de doña Ignacia cuando me vio llegar. A eso de las tres de la tarde nos llamó Paula, (secretaria de don Fermín), para pedir el favor de que lo lleváramos hasta el depósito de materiales.  Doña Fermín tampoco apareció en ese lugar cuando llegamos al depósito con su vehículo. Estacionamos el campero en la bodega y pasamos a la oficina para esperar a nuestro cliente. Paula, quien por esos días era la novia de Luis, nos informó que el hombre se demoraba, pero que nos había dejado el cheque que cubría la cantidad adeudada. Con el cheque en mano, conversaba con Luis sobre los pormenores de cómo lo cobraríamos mientras nos dirigíamos a la calle. Paula nos alcanzó en la puerta, angustiada. La abuela de esta estaba en problemas en su casa y ella no podía hacer nada por estar trabajando. Luis no se hizo de rogar y tomó camino a la casa de la señora. Sin reflexionarlo mucho, lo imité y le seguí los pasos. El hogar de la abuela de Paula se encontraba frente a la plaza de mercado, en el costado occidental del barrio y a pocas cuadras de donde acabamos de salir, lo que nos llevó cinco minutos en hacer presencia en el lugar. Al llegar, el portón se encontraba de par en par, lo que nos permitió ingresar sin ningún problema.

         Aunque no deseaba entrar en descripciones, me parece pertinente esbozar el interior del paraje al que llegábamos y lo primero que puedo decir es que la casa no lo era tanto. La mejor descripción podría comenzar diciendo que era un lote con una construcción a un costado. En este caso, el terreno cubría la mayoría del terreno a la derecha de quien entrara. Tres carros viejos al fondo serían observados por quien llegase al sitio; abandonados a las inclemencias del clima y al paso del tiempo. A la izquierda la edificación mencionada, de dos plantas a medio terminar y que ocupaba todo el largo del terreno.

         En el momento que ingresábamos, doña Filomena descendía por las escaleras, seguida de un hombre. Canoso y de una edad aparentemente similar a la de la doña. La señora discutía con el individuo e insistía en no tener dinero para pagar una deuda que le pedía cubrir. En medio de la discusión, ella no observó que nos encontrábamos a su lado, sino hasta que el hombre canoso con un gesto en la boca nos hizo presentes en el lugar para ella. Doña Filomena no bien identificó a Luis, sufrió un desmayo fulminante y poco pudimos hacer para impedir que cayera al piso con sus ciento veinte kilos de peso corporal. Difícil fue, levantarla entre los tres. Acomodada en una silla y recostada contra una pared, realizamos todo lo necesario para que reaccionara, (no supimos de dónde salió esa silla). Una dama, también canosa e impecablemente vestida, se presentó con un frasco de linimento. Doña Filomena se recuperó poco a poco. Con las fuerzas apenas restablecidas y al ver a Luis, se desgranó en lágrimas y lamentos, acusando al hombre desconocido de ser un insensible, de ser un mal hombre, de ser un truhan y miserable. El individuo pasaba colores y, después de unos cuantos insultos más, logró pronunciar una palabra.

         ―Doña Filomena, yo solo cumplo con mi deber ―le decía, tratando de calmar el angustiado rostro de la anciana mujer ―el señor Contreras exige el pago de la deuda, sin más plazos―, le manifestaba en un tonito de falsa condescendencia al tiempo que nos entregaba una explicación no pedida con el aleteo de las manos. En esas estábamos y sin saber de dónde surgieron, a nuestro lado estaban una anciana más y tres hombres, todos ellos con los cabellos inmaculadamente platinados.

         A partir de ese momento, todo sucedió en cuestión de minutos. No podría decirles si fue así o no. Luis, aunque quisiera, tampoco podría dar muchas luces sobre lo que ocurrió después. Dado que entramos en una nebulosa en la que Luis y yo nos sumergimos completamente. Lo último que recordamos, antes del ataque de amnesia, era que una de las ancianas traía jugo en una garrafa y la otra un paquete de vasos desechables. Después, nos enteramos de que aquel grupo de ancianos formaba parte de una familia: tres hermanos casados con tres hermanas y una nieta llamada Nora; Paula resultó ser un alias. Antes de la amnesia y de común acuerdo recordábamos que el grueso de las lágrimas, el rostro de angustia y el desespero de los ancianos doblegaron el sentido común de Luis y el mío, no sin desconocer que el jugo aquel tuvo mucho que ver. El asunto fue que al unísono Luis y este narrador ofrecimos cubrir la deuda, contando con el cheque que teníamos en nuestras manos. ¡Cómo olvidarlo!, el supuesto abogado que realizaba el cobro una vez lo tuvo entre sus manos y ante su vista la cifra impresa en él; esbozó una sonrisa tan generosa que, no se borrara fácilmente de nuestras mentes. Un recuerdo vigente fue su dentadura blanca, bien alineada y que me sorprendió de gran manera, dada la edad de su propietario. Se presentó entonces un inconveniente que bien podría haber evitado que nuestra plata pasará a manos de un señor Contreras inexistente: la cifra de nuestro cheque excedía la cantidad adeudada. El abogado extrajo de un maletín de tipo ejecutivo con rapidez, un fajo de billetes de veinte mil pesos y una letra de cambio. Dos billetes quedaron en las manos de Luis y la letra de cambio en las manos de doña Filomena. De allí en adelante desaparecieron tres días de nuestras vidas. A las seis de la mañana del cuarto día, la luz del sol nos despertó con el suave calor de unos rayos oblicuos y llenos de polvo que traspasaban las cortinas de una habitación en la segunda planta de aquella casa, lote, tendidos, tendidos cuan largos somos en un colchón. Salimos de allí con los cabellos apenas organizados por nuestras manos y con una resaca infernal.

          Una vez en la calle, despertamos por fin de lo que nos parecía un largo sueño. Tomamos conciencia de los actos pretéritos y regresamos sobre nuestros pasos al lugar. Los tres autos viejos al fondo fueron lo único que nos recordó la llegada al sitio la tarde anterior (eufemismo de tres días de sueño), y lo único presente en todo el paraje. Ancianos y sus pertenencias habían desaparecido. Como es de esperar, «volamos», por decirlo con más expresividad rumbo al depósito de don Fermín. Paula no se presentaba a trabajar desde hacía dos días. Con el corazón pasando de los 100 latidos por minuto de nuevo nos vimos frente a la casa, lote. En un aviso en tela, de dos metros de largo, en todo lo alto de la vetusta fachada y que no vimos al salir, leímos un: —Se Vende—, impreso en letras rojas con el fondo en blanco y con un número de teléfono para solicitar información. Las indagaciones posteriores nos arrojaron al despeñadero. El lote, según el propietario, andaba en venta hacía meses y no había razón para que un grupo de ancianos lo habitara; Paula y los ancianos desaparecieron por completo.

         Al día de hoy seguimos buscando a la pandilla de estafadores, y sin pista alguna. Además; les diré que perdimos el taller; Luis a la novia y este servidor anda en búsqueda de trabajo y ambos, con muchas deudas por pagar. Después de media docena cervezas seguimos discutiendo sin acaloramientos todos aquellos eventos.

          Son más o menos las ocho de la noche, un sujeto que se encontraba sentado en otra mesa se nos acerca para decirnos que lamenta haber estado escuchando nuestra conversación, pero que, por razones humanitarias, él nos puede ayudar a dar con el paradero de Paula y de los ancianos en cuestión. Nos ha pedido dé a doscientos mil pesos y que mañana nos trae el nombre de una ciudad, una dirección y el lugar donde trabaja «Paulita». Luis se ha valido de doña Ignacia y yo he puesto mi parte con lo del arriendo. El hombre se ha marchado y no le pedimos ni siquiera un número de teléfono. ¡Amelia me va a recontra matar! Esta noche llegaré a la casa otra vez de madrugada, pues doña Ignacia no conoce al sujeto ese y nadie da razón de él.

 

Jazòn 

Jaime Zàrate León

Septiembre 4 de 2020.

 

 

 

 

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

● Al fin de cuentas, que venimos siendo

Te medirè

● Se busca por un buñuelo

Porqué no leer a Julio Verne

Fiel

El asesino

Una gomela Timida

Diez Años

Sin sentimiento