● Tráfico ilegal de gaseosa en la fiesta de la abuela
● Tráfico de gaseosa en la fiesta de la abuela
La realidad siempre superará a la ficción
o de lo contrario no existiría la literatura.
Hay jolgorio en el ambiente. Se celebra el cumpleaños de la abuela Emma: son cien años y la ocasión amerita que se arroje la casa por la ventana. La familia ha ido llegando poco a poco sobre un tapete rojo que ha sido tejido con los hilos de melodías colombianas. Las primas del abuelo Alfonso ya estaban cuando llegamos mi sobrina, mis hermanos y yo, y continúan sentadas en una de las mesas centrales del salón luego de una hora. La familia de la abuela acaba de llegar y es recibida por mi tío con muestras de alegría, cariño y sin reserva alguna. No conocía a ninguno de ellos, pero el parecido con la abuela es tan evidente, que si no es mi tío quien nos los presenta, bien podríamos haber llegado a inferir unas raíces nuestras en sus ojos, en el color de su piel mestiza, en sus caras redondas y coloradas o en su estatura: parece que a ellos y a nosotros nos hubiesen cortado con la misma regla y tallado con el mismo cincel.
Mi mamá hace un rato de anfitriona y nos presenta a otra buena cantidad de familiares a medida que estos van llegando. Por supuesto, poco o nada sabíamos de la existencia de la prima Cecilia, del primo Cesar Augusto, de la hija de la tía Ana y de uno que otro familiar encopetado, según nuestra santa madre. Mi hermano se ve obligado a contener una carcajada por cuenta de un chiste que compartíamos hacia un momento, sobre el peinado de la comadre Hortensia, y como reflejo mis hermanas se vean obligadas a realizar el mismo esfuerzo, ocasionando en nuestra madre un presoponcio pulmonar. La mujer de nuestro tío no nos ha perdido patada desde que llegamos y desde el otro lado del salón, molesta y a punto de echar fuego por la nariz, nos ha enviado una advertencia con los ojos.
Pasada la vergüenza de nuestra madre, un silencio general nos avisa que viene alguien. Es la abuela Emma. La vemos venir entre jazmines, sobre un tapete verde natural, por un camino que conduce a la entrada central del salón, del brazo de su hijo. ¡Está preciosa! Sus cabellos cortos y nevados iluminan nuestras miradas. Su sonrisa contagiosa y picarona, resalta su ternura sobre el pliegue de los años en su rostro; sus ojos cálidos traspasan unas gafas enormes irradiando la luz de su experiencia. Se ha soltado de la mano de su hijo. Con una mano ocupada con el bastón, la otra como una mariposa, aletea sus dedos la danza milenaria del saludo a medida que avanza cansinamente por entre todas las miradas hasta llegar a la mesa predispuesta en su honor. Viene vestida con un chal bordado de color crema, del mismo largo de un vestido azul marino que se deja ver apenas y debajo de sus rodillas, y sobre el pecho y por entre el cuello del chal, le descuelga un collar dorado con cuatro medallones en forma de girasoles. La dignidad de sus años y ese amor que no se puede definir, reflejados en su estampa, nos provoca unos deseos enormes de comérnosla a besos, pero la mujer de mi tío nos está observando. No conozco de modas, pero la información previa de la tía de mi sobrina ha resultado fidedigna. Su presencia nos ocasiona una corriente eléctrica a todo lo largo del cuerpo difícil de ocultar. Con algo de tortícolis, observo que la mamá de mi sobrina, contiene una lágrima y pasa saliva con dificultad y, estoy seguro, por el movimiento de muchas manos, que no soy el único que se ve bellamente afectado por esa imagen de bondad infinita que nos brindara hace poco la abuela Emma a su paso. Mis ojos me han traicionado sin que pueda hacer nada, ya van en la camisa dos enormes lágrimas que no puede contener a tiempo, luego de que mi única sobrina le enviara al viento un dulce beso en la diáfana sonrisa de sus pequeños labios; ese beso viajero me ha dicho que el legado de la abuela Emma está asegurado.
La misa ha durado más de lo que mis creencias pueden aguantar. El sacerdote ha intentado, con poco resultado a mi manera de entender, elogiar lo que representa la vejez; se nota que no conoce nada de la vida de la abuela. Con apenas alguna referencia dada por mi tío o por su mujer y, así las cosas, me pareció insípido e impersonal su discurso lleno de loas prefabricadas para con su persona. Terminada la aburrida liturgia, la música de un vals andino interpretada por una tuna y el baile entre madre e hijo hacen las delicias de la familia; todos quieren bailar con la novia, digo con la abuela Emma y pocos se quedan sin hacerlo; mi hermano y este servidor, somos uno de ellos.
Entre coros, aplausos, risas y amor por ella, la familia disfruta ahora de una canción interpretada por la cumpleañera con el sabor de sus recuerdos más antiguos.
Vinieron en tardes serenas de estío,
cruzando los aires con vuelo veloz,
en tibios aleros formaron sus nidos,
sus nidos formaron piando de amor.
Su voz aterciopelada, su interpretación pausada, su mirada perdida en la distancia, su figura menuda y firme y sus cabellos blancos despeinados conmueven a la parroquia de tal manera que los pañuelos festejan su propia fiesta. Un millón de besos sobre sus cachetes rosaditos pagan la entrada a la función. Agitados y felices, regresamos a nuestros asientos sin quitar nuestros ojos de aquella mujer que tanto amor aún prodiga a todo aquel que se le acerca.
Los muchachos contratados para el servicio hacen su entrada triunfal con bandejas llenas de comidas y bebidas, y la algarabía contenida no se hace esperar para dar rienda suelta a todo tipo de comentarios, en su mayoría centrados en la imagen de la abuela. Se escucha una campana y todos al unísono hacemos el silencio del hambre en el estómago. Mi tío da un discurso de bienvenida, de elogios por encargo de la familia que no pudo asistir, un recuento de la vida de la abuela y un sentido mensaje de amor por su madre. Algunos familiares dan, desde sus respectivos asientos, saludos de cariño y de buenos deseos; todos, sin falta, le desean otros cien años de vida y a mí me suenan a auténticos augurios. Leo un escrito corto que ha enviado mi padre en su honor y todos a comer, pero antes del primer bocado, la mujer de mi tío se levanta de su asiento con la campanita en su mano haciéndose sentir. Se disculpa con la concurrencia por el hecho de que no exista ni una gota de Coca Cola o de cualquier otra bebida gaseosa en las mesas, a sabiendas de que, a la mayoría de los comensales, incluida ella misma, dicha bebida se les hace imprescindible para acompañar cualquier comida, pero que, por razones estrictamente médicas, se ve obligada a someterlos a todos a dicha tortura. Su marido tiene prohibidas las bebidas gaseosas y en especial a aquella a la que le negaron la entrada a la fiesta de la abuela Emma.
Los comentarios sobre la abuela han dejado de tener importancia. La concurrencia, a sottovoce, lamenta la noticia de que no podrán beber de su bebida gaseosa preferida. La comida se les enreda en la boca, las bebidas naturales apenas pueden ser pasadas por las gargantas de los comensales que se atoran. La tos en muchos de ellos hace su presencia en casi todas las mesas. Cerca de cien personas, o carraspean o contienen su molesta existencia a regañadientes. Nadie se mueve de su lugar y la reunión va tomando un aire a inconformidad evidente. Mi tío, molesto, se levanta de la mesa, una vez su mujer sale rauda para la cocina después de un estruendo metálico proveniente de aquel sitio y directo viene a la mesa donde comemos, mi sobrina y mis hermanos, con muy buen apetito y de buena gana, tengo que admitirlo, y sin preámbulo me dice al oído…
—Mijo, ve y me consigues a como dé lugar una Coca Cola.
No contaré las peripecias que conllevó comprar la bebida solicitada por él. Solo les diré que la reunión se da en el salón para eventos que tiene el conjunto cerrado donde vive mi tío y que la tienda más cercana está a media hora de buen paso a suela limpia. En todo caso, después de regresar con el encargo empaquetado en un plástico con seis unidades en mis manos, no hemos hecho otra cosa que jugar a las escondidas entre mi tío, este sobrino corruptor y su mujer y sin que ella se dé por enterada del porqué nos le escondemos. Las columnas, las materas y sus ficus o sus palmas brasileras —estas las conozco por cuenta de mi padre, cabe aclarar, pues yo de matas sé más que el de no ser curioso—. Los resquicios arquitectónicos, las hojas de las puertas del salón, o los invitados que ya andan de pie y de aquí para allá, nos han servido de parapeto para que ella no lo pille bebiendo Coca Cola, o a mí con una botella plástica en la mano y a mis espaldas, mientras él se hace el desentendido una vez ella pasa a su lado.
El ambiente ha recobrado los ánimos de fiesta y mi tío me ha dado un respiro, pues se ha ido a su casa con su mujer tras él. No creo que lo haya pillado, pues los escuché decir que tenían que traer una sorpresa para la invitada de honor. Exhausto por la emoción, no me queda de otra que sentarme en la primera silla que encuentro libre y no bien me siento cuando observo un frenesí, algo extraño para lo que significa una celebración de cien años de vida. Al parecer no solo jugábamos a las escondidas mi tío y este sobrino entrometido con su mujer, ya que los jugadores se habían multiplicado por cien. Sin que me diera cuenta, la mujer de mi tío andaba sin enterarse de qué cien jugaban con ella a no dejarse pillar en falta y que había un tráfico ilegal de Coca Cola en la fiesta. El ir y venir de botellas plásticas con la marca de la bebida predilecta de mi tío en las manos de muchos invitados hacía de las delicias de todos los asistentes. Con razón la insistencia de los que se me acercaron, mientras jugaba con la pareja de anfitriones, para que les dijera de dónde había sacado Coca Cola; incluso un primo de mi mamá llegó a dejarme en el bolsillo un billete de cinco dólares con tal de que le suministrara dicha información.
Posdata. La canción se titula: Golondrinas Yucatecas, compuesta por el trovador Ricardo Palmerin y el poeta Luis Rosado Vega.
Fuente: https://letradecancion.com.mx/golondrinas-yucatecas_luis-rosado-vega-y-ricardo-palmerin.html
Jazòn
Jaime Zàrate Leòn
Enero 4 de 2023 ®
● Tráfico ilegal de gaseosa en la fiesta de la abuela
La realidad siempre superará a la ficción
o de lo contrario no existiría la literatura.
Hay jolgorio en el ambiente. Se celebra el cumpleaños de la abuela Emma: son cien años y la ocasión amerita que se arroje la casa por la ventana. La familia ha ido llegando poco a poco sobre un tapete rojo que ha sido tejido con los hilos de melodías colombianas. Las primas del abuelo Alfonso ya estaban cuando llegamos mi mamá, mi sobrina, mis hermanos y yo, y continúan sentadas en una de las mesas centrales del salón luego de una hora. La familia de la abuela acaba de llegar y es recibida por mi tío con muestras de alegría, cariño y sin reserva alguna. No conocía a ninguno de ellos, pero el parecido con la abuela es tan evidente, que si no es mi tío quien nos los presenta, bien podríamos haber llegado a inferir unas raíces nuestras en sus ojos, en el color de su piel mestiza, en sus caras redondas y coloradas o en su estatura: parece que a ellos y a nosotros nos hubiesen cortado con la misma regla y tallado con el mismo cincel.
Mi mamá hace un rato de anfitriona y nos presenta a otra buena cantidad de familiares a medida que estos van llegando. Por supuesto, poco o nada sabíamos de la existencia de la prima Cecilia, del primo Cesar Augusto, de la hija de la tía Ana y de uno que otro familiar encopetado, según nuestra santa madre. Mi hermano se ve obligado a contener una carcajada por cuenta de un chiste que compartíamos hacia un momento, sobre el peinado de la comadre Hortensia, y como reflejo mis hermanas se vean obligadas a realizar el mismo esfuerzo, ocasionando en nuestra madre un presoponcio pulmonar. La mujer de nuestro tío no nos ha perdido patada desde que llegamos y desde el otro lado del salón, molesta y a punto de echar fuego por la nariz, nos ha enviado una advertencia con los ojos.
Pasada la vergüenza de nuestra madre, un silencio general nos avisa que viene alguien. Es la abuela Emma. La vemos venir entre jazmines, sobre un tapete verde natural, por un camino que conduce a la entrada central del salón, del brazo de su hijo. ¡Está preciosa! Sus cabellos cortos y nevados iluminan nuestras miradas. Su sonrisa contagiosa y picarona, resalta su ternura sobre el pliegue de los años en su rostro; sus ojos cálidos traspasan unas gafas enormes irradiando la luz de su experiencia. Se ha soltado de la mano de su hijo. Con una mano ocupada con el bastón, la otra como una mariposa, aletea sus dedos la danza milenaria del saludo a medida que avanza cansinamente por entre todas las miradas hasta llegar a la mesa predispuesta en su honor. Viene vestida con un chal bordado de color crema, del mismo largo de un vestido azul marino que se deja ver apenas y debajo de sus rodillas, y sobre el pecho y por entre el cuello del chal, le descuelga un collar dorado con cuatro medallones en forma de girasoles. La dignidad de sus años y ese amor que no se puede definir, reflejados en su estampa, nos provoca unos deseos enormes de comérnosla a besos, pero la mujer de mi tío nos está observando. No conozco de modas, pero la información previa de la tía de mi sobrina ha resultado fidedigna. Su presencia nos ocasiona una corriente eléctrica a todo lo largo del cuerpo difícil de ocultar. Con algo de tortícolis, observo que la mamá de mi sobrina, contiene una lágrima y pasa saliva con dificultad y, estoy seguro, por el movimiento de muchas manos, que no soy el único que se ve bellamente afectado por esa imagen de bondad infinita que nos acaba de brindar la abuela Emma a su paso. Mis ojos me han traicionado sin que pueda hacer nada, ya van en la camisa dos enormes lágrimas que no puede contener a tiempo, luego de que mi única sobrina le enviara al viento un dulce beso en la diáfana sonrisa de sus pequeños labios; ese beso viajero me ha dicho que el legado de la abuela Emma está asegurado.
La misa ha durado más de lo que mis creencias pueden aguantar. El sacerdote ha intentado, con poco resultado a mi manera de entender, elogiar lo que representa la vejez; se nota que no conoce nada de la vida de la abuela. Con apenas alguna referencia dada por mi tío o por su mujer y, así las cosas, me pareció insípido e impersonal su discurso lleno de loas prefabricadas para con su persona. Terminada la aburrida liturgia, la música de un vals andino interpretada por una tuna y el baile entre madre e hijo hacen las delicias de la familia; todos quieren bailar con la novia, digo con la abuela Emma y pocos se quedan sin hacerlo; mi hermano y este servidor, somos uno de ellos.
Entre coros, aplausos, risas y amor por ella, la familia disfruta ahora de una canción interpretada por la cumpleañera con el sabor de sus recuerdos más antiguos.
Vinieron en tardes serenas de estío,
cruzando los aires con vuelo veloz,
en tibios aleros formaron sus nidos,
sus nidos formaron piando de amor.
Su voz aterciopelada, su interpretación pausada, su mirada perdida en la distancia, su figura menuda y firme y sus cabellos blancos despeinados conmueven a la parroquia de tal manera que los pañuelos festejan su propia fiesta. Un millón de besos sobre sus cachetes rosaditos pagan la entrada a la función. Agitados y felices, regresamos a nuestros asientos sin quitar nuestros ojos de aquella mujer que tanto amor aún prodiga a todo aquel que se le acerca.
Los muchachos contratados para el servicio hacen su entrada triunfal con bandejas llenas de comidas y bebidas, y la algarabía contenida no se hace esperar para dar rienda suelta a todo tipo de comentarios, en su mayoría centrados en la imagen de la abuela. Se escucha una campana y todos al unísono hacemos el silencio del hambre en el estómago. Mi tío da un discurso de bienvenida, de elogios por encargo de la familia que no pudo asistir, un recuento de la vida de la abuela y un sentido mensaje de amor por su madre. Algunos familiares dan, desde sus respectivos asientos, saludos de cariño y de buenos deseos; todos, sin falta, le desean otros cien años de vida y a mí me suenan a auténticos augurios. Leo un escrito corto que ha enviado mi padre en su honor y todos a comer, pero antes del primer bocado, la mujer de mi tío se levanta de su asiento con la campanita en su mano haciéndose sentir. Se disculpa con la concurrencia por el hecho de que no exista ni una gota de Coca Cola o de cualquier otra bebida gaseosa en las mesas, a sabiendas de que, a la mayoría de los comensales, incluida ella misma, dicha bebida se les hace imprescindible para acompañar cualquier comida, pero que, por razones estrictamente médicas, se ve obligada a someterlos a todos a dicha tortura. Su marido tiene prohibidas las bebidas gaseosas y en especial a aquella a la que le negaron la entrada a la fiesta de la abuela Emma.
Los comentarios sobre la abuela han dejado de tener importancia. La concurrencia, a sottovoce, lamenta la noticia de que no podrán beber de su bebida gaseosa preferida. La comida se les enreda en la boca, las bebidas naturales apenas pueden ser pasadas por las gargantas de los comensales que se atoran. La tos en muchos de ellos hace su presencia en casi todas las mesas. Cerca de cien personas, o carraspean o contienen su molesta existencia a regañadientes. Nadie se mueve de su lugar y la reunión va tomando un aire a inconformidad evidente. Mi tío, molesto, se levanta de la mesa, una vez su mujer sale rauda para la cocina después de un estruendo metálico proveniente de aquel sitio y directo viene a la mesa donde comemos, mi sobrina y mis hermanos, con muy buen apetito y de buena gana, tengo que admitirlo, y sin preámbulo me dice al oído…
—Mijo, ve y me consigues a como dé lugar una Coca Cola.
No contaré las peripecias que conllevó comprar la bebida solicitada por él. Solo les diré que la reunión se da en el salón para eventos que tiene el conjunto cerrado donde vive mi tío y que la tienda más cercana está a media hora de buen paso a suela limpia. En todo caso, después de regresar con el encargo empaquetado en un plástico con seis unidades en mis manos, no hemos hecho otra cosa que jugar a las escondidas entre mi tío, este sobrino corruptor y su mujer y sin que ella se dé por enterada del porqué nos le escondemos. Las columnas, las materas y sus ficus o sus palmas brasileras —estas las conozco por cuenta de mi padre, cabe aclarar que yo de matas sé más que él de no ser curioso—. Los resquicios arquitectónicos, las hojas de las puertas del salón o los invitados que ya andan de pie y de aquí para allá, nos han servido de parapeto para que ella no lo pille bebiendo Coca Cola, o a mí con una botella plástica en la mano y a mis espaldas, mientras él se hace el desentendido una vez ella pasa a su lado.
El ambiente ha recobrado los ánimos de fiesta y mi tío me ha dado un respiro, se ha ido a su casa con su mujer tras él. No creo que lo haya pillado, pues los escuché decir que tenían que traer una sorpresa para la invitada de honor. Exhausto por la emoción, no me queda de otra que sentarme en la primera silla que encuentro libre y no bien me siento cuando observo un frenesí, algo extraño para lo que significa una celebración de cien años de vida. Al parecer no solo jugábamos a las escondidas mi tío y este sobrino entrometido con su mujer, ya que los jugadores se habían multiplicado por cien. Sin que me diera cuenta, la mujer de mi tío andaba sin enterarse de qué cien jugaban con ella a no dejarse pillar en falta y que había un tráfico ilegal de Coca Cola en la fiesta. El ir y venir de botellas plásticas con la marca de la bebida predilecta de mi tío en las manos de muchos invitados hacía de las delicias de todos los asistentes. Con razón la insistencia de los que se me acercaron, mientras jugaba con la pareja de anfitriones, para que les dijera de dónde había sacado Coca Cola; incluso un primo de mi mamá llegó a dejarme en el bolsillo un billete de cinco dólares con tal de que le suministrara dicha información.
Posdata. La canción se titula: Golondrinas Yucatecas, compuesta por el trovador Ricardo Palmerin y el poeta Luis Rosado Vega.
Fuente:https://letradecancion.com.mx/golondrinas-yucatecas_luis-rosado-vega-y-ricardo-palmerin.html
Jazòn
Jaime Zàrate Leòn
Enero 4 de 2023 ®
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