Un oso de peluche

#historiascortas

● El oso de peluche                               


            La mañana apenas clareaba arriba de las costillas de la cordillera y la niña ya miraba por la ventana el camino que da a la casa, la sombra de un árbol amainaba la luz sobre las cortinas y el canto de los sinsontes a lo lejos aumentaban la excitación que desde la noche anterior la dominaba. Su abuelo le había dicho mientras comían mangos la tarde noche anterior que su mamá llegaba ese día. Por cuenta de una enfermedad, la ausencia de su madre se había prolongado algo más de dos meses, tiempo durante el cual su abuelo se dedicó a contarle historias a la misma hora cada día. La historia que más deseaba contarle a su mamá era la de un señor vestido con un traje de militar, y que un día ese señor se fue para la guerra.

El abuelo le contó que ese señor, antes de que se pusiera un uniforme de manchas verdes, cuidaba muy bien de los naranjos, de los mangos y de los mandarinos; que ese señor, muy joven él, ya cultivaba maíz, yuca, plátano...; que criaba conejos, domaba potros y que por esa época ya había aprendido a tostar el mejor café de la región. La niña deseaba contarle a su mamá, desde muy adentro de su noble corazón, que el abuelo le dijo que ese señor, prometió a una bebé que se arrullaba en su pecho y que no quería dormir en su cuna, que un día regresaría con un gran oso de peluche. Y que ese hombre había sellado la promesa con un beso en la cabeza de esa niña; un beso que venía acompañado de una lágrima que había rodado desde los ojos de ese señor, hasta la mejilla rosadita de aquella bebé sin sueño. Ansiaba el momento de decirle a su mamá que, el abuelo le pintado con la boca a ese señor: Que era alto y musculoso, que tenía la piel quemada por el viento, que las manos rancias por el azadón eran nobles y amorosas, que tenía los ojos negros y soñadores por cuenta del arado; que su pelo era crespo, negro y que le olía a limón, igual que los de su abuela; deseaba decirle a su mamá, que ese olor era el mismo que el de sus cabellos, quería contarle que la mirada de ese señor era la de un felino en casería, según le dijo el abuelo, y que no había una fara –zarigüeya común- impertinente que no atrapara en la cocina.

            Más tarde, ese mismo día que el abuelo le narrara ese cuento, la niña esperó al abuelo en el pórtico de la casa con un tinto en la mano y con una pregunta en la boca.

―¡Abuelo, abuelo!, ¿es verdad, verdad, que ese señor prometió a la bebé regresar con un oso de peluche entre las manos?

―Así es mi niña, ese señor nunca ha incumplido una promesa —le respondía con calma el abuelo —Mi niña —le decía con cariño —la historia cuenta que: desde niño, a ese niño hombre se le había enseñado que el valor de un hombre está, en cuanto hace valer su palabra —le indicaba el abuelo, mientras bebía su café caliente.

            A media mañana la mamá llegó al rancho y la niña casi no la reconoce. Las mejillas sonrosadas ahora estaban pálidas, los ojos antes vivos ahora la miraban apagados; los huesos de los brazos de su madre le causaron dolor en la espalda con su abrazo; de su bonito cabello rubio no quedaba nada y un gorro negro de lana de oveja le cubría la cabeza.

            La niña sirvió caldo de costilla, chocolate, queso y arepas de maíz para el desayuno de los tres. Se esmeró en complacer a su madre en todo. No hallaba la hora de contarle la historia del señor militar y la promesa que le hizo a una bebé, pero tenía que ir a dar de comer forraje a la vaca y poner agua limpia en el corral de las gallinas.

Hecha su tarea se sentó al lado de la cama donde su mamá descansaba y le contó por fin la historia de ese señor. Ella la escuchó con la sabiduría que dan los pesares en el cuerpo y con la tristeza que produce un posible desengaño, reflejada en unos labios apretados.

—Sí hija mía; tu abuelo también me contó esa historia cuando yo era niña, y él jura y rejura que en la historia esa que él cuenta, ese señor tenía fama de cumplir con su palabra —le dijo, una vez terminó la niña de repetir las palabras del abuelo; con el alma en la mirada y con los ojos puestos en el rostro de la niña. 

            No pasaron muchos días y una tarde en la que la niña recogía mangos en la falda de la loma; sometida al calor que emanaba el suelo y del que caía desde un cielo despejado y envuelta por un vaho húmedo e invisible que le tenían las mejillas coloradas y a su cabello ensortijado tan quieto como la piedra de moler el maíz y a su frente, destilando un sudor salado y abundante, y mientras de sus pequeñas manos pasaban del piso a una canasta decenas de pepas amarillas; loma abajo, un hombre caminaba a su encuentro. La niña aquella vio venir la silueta de un hombre campesino que caminaba doblado por la pendiente, con una mano ocupada de un sombrero y con la otra, que se hacía cargo de un oso de peluche que traía ceñido contra el pecho.

 

            Jazòn

Jaime Zàrate Leòn

Escrito en julio 30 2020

Registrado en enero 28 2023

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