● Una serpiente colorada
● Una serpiente colorada
Hace mucho tiempo que no venía por la finca y las expectativas que traía con respecto a su estado se han quedado cortas. Lo que veo no me sorprende para nada. Un matorral espeso desde el pórtico impide que camine libremente y las espinas del rastrojo que compiten con las rejas metálicas desde la misma entrada a Santa Rosa me preocupan. Del pie del tronco de los árboles hasta una altura de un metro o tal vez más no hay noticias de su madera; todos ellos se pierden entre el moho verde del abandono. Sé que el machete está en el cuarto de la herramienta y, ¡ah dolor en las espinillas! y ¡qué picazón en las manos!, me ha costado llegar a él. La cerradura de la chapa de la puerta dificulta el ingreso de la llave, y el hacerla girar se convierte en una tarea para alguien con más paciencia que la mía; por poco y divido la llave en dos.
Entreabro la puerta y sin decirme buenas noches, un par de murciélagos que dormían en lo alto de una viga presienten en mi cabeza la piedra grande de un río y brincan sobre ella para luego tomar vuelo hasta perderse sobre lo alto de los mangos. No hay luz en la bombilla lo que hace que me valga del haz de luz de la linterna que traigo en la mano. Una zarigüeya que tiene una «preciosa» camada de por lo menos doce crías, que dormía sobre unos costales de fique, chilla enloquecida ante la luz de mi presencia. Decido, por ahora, dejarla en paz. Tomo el machete que descansa dentro de su funda, colgado del brazo de un azadón y salgo dispuesto a limpiar un poco el entorno de la casa.
Los grillos y las chicharras que no veo, y no sé qué otras criaturas de alas invisibles, me han acompañado con su música en la tarea de despejar el sardinel que bordea la casa y ahora me dispongo a ver cómo está uno de los cuartos de habitación y el panorama no puede ser más desalentador una vez abro la puerta, y de un solo golpe, no sea y allí pernocten una nueva pareja de ratones alados, aquí la bombilla existente en la pared no sirve para nada. Huele a roedor, a humedad, a comida en descomposición y a excrementos de animal; sin menosprecio de uno que otro olor indefinible para mi nariz de fumador. Hay dos colchones de algodón enrollados y mal envueltos en un polietileno negro a los pies de la única cama y resultan ser la morada de una docena de diminutos ratones que, al sentir el crujir de mis zapatillas nuevas sobre los cuerpos de cucarrones secos, en estampida pasan por sobre mis pies, huyendo en la búsqueda de una protección que les pueda dar la maleza que hay loma abajo; me inquieta el saber en dónde anda la mamá ratona, pero poco puedo hacer por ahora. El polvo acumulado por los meses solitarios; telas de araña en el techo, más cuerpos secos y crujientes de cucarrones y chicharras en el piso; un cenicero y el recuerdo triste del final de un tabaco sobre la mesa de noche; la caperuza de una lámpara que algún día fue blanca y que esta noche brilla en su hollín y en su grasa; un pocillo de peltre embadurnado por los vestigios de un tinto en el piso y una cómoda en madera rancia con sus puertas aseguradas por un candado enorme, me dan la bienvenida sin abrir la boca.
Después de dos horas de trabajo la música de los bichos de la noche ha cesado y solo escucho el ulular del viento por entre las ramas de los mandarinos y todavía no termino de arreglar el cuarto donde espero pasar los próximos seis meses. La noche con las penumbras de una luna llena en lo alto filtrándose por entre las ramas de los naranjos, me dice que la noche lleva un buen trecho de sombras acortadas. He quemado los colchones, he limpiado la madera de la cama a punta de una escoba hecha con ramas secas, han salido corriendo las arañas por entre las tejas de cinc y lo alto de los muros de ladrillos limpios; en fin, he adecuado y aseado lo mejor posible mi morada con lo que encontrado. He preparado un colchón hecho de las hojas de los árboles de plátano que ya dieron sus frutos a algún vecino oportunista, para intentar pasar mi primera noche lo mejor posible.
He preparado café, me he armado un par de emparedados y me encuentro mirando las vigas de madera que sostienen el tejado y observando unas líneas polvorosas que se mezclan con las volutas de un cigarrillo que me fumo y que se proyectan sobre mis pies desde los orificios que tienen las tejas oxidadas que cubren la habitación, con la cabeza sobre una almohada hecha de hojas verdes y secas y que he metido en una bolsa plástica que encontré en uno de los cajones de la cómoda, pensando en que la estadía en esta tierra promete ser más difícil de lo que mi vana egolatría me hubiese permitido imaginar.
El reloj en mi muñeca me dice que he dormido una hora y el sonsonete de una rama contra el tejado me recuerda al instante en donde estoy. Me duele respirar, los ojos me arden, mi lengua es un estropajo seco, la palma de mis manos me pican, las espinillas se me han llenado de ronchas y la cantidad de picaduras de mosquitos en mi piel no se pueden ya contar. Me parece que un buen duchazo aliviaría mi sufrida humanidad, pero, ¡oh sorpresa!, una vez giro la poma, ¡no hay agua en la ducha! Al abrir el registro de corte, instalado en la parte baja y atrás del sanitario, un torrente de agua sale por entre las baldosas sobre las que me encuentro parado. No me queda de otra que correr a la quebrada. La luna ya no está y el cielo se muestra cubierto de espesas nubes negras. La oscuridad me acompaña loma abajo, pues del afán he dejado la linterna debajo de mi almohada improvisada, el machete, que no me abandona para nada apenas logra abrir camino y la desesperación de mi cuerpo me exaspera de tal manera que me hace ser más torpe de lo que de corriente soy.
El correr de un delgado hilo de agua y un pequeño empozamiento les prometen alivio a mis pesares y pienso que es bueno creer en las promesas que se ofrecen en estas tierras, en los últimos sueños de mis noches citadinas. Sin sombras, pero con el brillo de la luna que se filtra por entre una nube blanca sobre el agua, me basta para que me desnude con algo de confianza y me deje llevar por el frío en mis pies sin pensármelo dos veces al centro del pequeño espejo de medianoche. La profundidad apenas me llega a las rodillas y lo mejor es que me acueste sobre el lecho empedrado de la quebrada.
No ha pasado un minuto y por fin los sonidos de la noche se me hacen conocidos, no han pasado dos y ahora el silencio se apodera de mis oídos. No hay ramas al viento que se muevan, no hay agua que golpeé alguna roca, no hay grillos que canten -se dice estridulen, según leí en internet alguna vez- llamando a tener sexo a sus hembras; el croar de una rana ha desaparecido y mi corazón se espanta debido a un canto femenino en la distancia. Un susurro melodioso, una invitación velada a ir al origen, un tono melancólico envolvente y la promesa de un ofrecimiento placentero en el timbre de esa garganta me arrastra de la ropa, perdón, olvide que estoy desnudo...
Ven conmigo mi dulce citadino
Ven a mi lado mi ingrato vagabundo
Camina pronto, la noche acaba
No dudes ni un instante
O ya no estaré aquí
Para ayudarte a que la olvides
Me visto a la carrera y salgo en pos de una invitación, pero esta es esquiva. Cada vez que pienso que está tras una roca; ya no está, al momento de llegar a la sombra del tronco de un naranjo; huye sin que la vea, en la medida que me aproximo a un cafeto; el aroma de su melodía me viene de un limón en flor. Paso por debajo de cercados, salto charcos inexistentes, brinco por sobre un par de perros dormilones, me humillo ante una madreselva y me expongo a las espinas de las hojas del fique aquel, con tal de ver a la dueña de esa melodía.
Ya no quiero sus caricias, no deseo sus encantos, no pretendo el calor de sus ojos negros, no busco la tersura de su piel morena y menos me apetece el salobre gusto de su sexo que no fue. En esta noche de comienzos, me conformo con escuchar en su presencia ese susurro endiablador que me domina, para olvidar a la ingrata que me dijo no.
Grito, bufo, lloro, pataleo; mis entrañas gimen y nada que la veo. Mis ojos recuperan su juventud, mis piernas han vuelto a ser ágiles, mis pulmones olvidaron que llevo fumando treinta años, mi cabeza no sabe de mi hace rato y una cordillera en la distancia aquieta a las malas mis carreras alocadas. La luna espléndida en el cielo se burla de mí. Las estrellas le acolitan a la sinvergüenza esa que se esconde y yo, como un pendejo, ante un asno que duerme recostado en el poste de una cerca, lamento dejar una vez más que el lado de mi mente que imagina nuevos mundos, domine mis emociones, y que intente hacer creer a mi cuerpo que es posible que exista el paraíso en la melodía de lo que no existe, más allá de lo que mi alma de soñador empedernido me permite. Una serpiente colorada ha pasado por entre el matorral y se me ha quedado viendo un instante, si es eso posible, y me ha hecho caer en la cuenta de qué lo que me puse como ropa se ha quedado en el camino y que un presunto 9-01[i] policiaco ha resucitado de entre mis piernas después de un tiempo de ser difunto, y sin avisarme, lo que es peor; que pena con la luna alcahueta que me mira coqueta y reburlona.
Jazòn
Jaime Zàrate Leòn
Diciembre 1 de 2022 ®
[i] 9.01 clave policial para decir que hay una posible muerte en la escena de un crimen.
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