● Carlos Henrique es un hijo de la ciencia
● Carlos Henrique es un hijo de la ciencia
Han pasado ocho años y don Carlos no ha vuelto a ver a su hija. Dejó de beber, dejó de fumar, se «olvidó» que tiene mujer a pesar de que duerme con ella las seis horas que le sobran del día, y regresó a sus negocios. Como un judío puro sin serlo, le ha dedicado dieciocho horas diarias de su vida los siete días de la semana a producir dinero. No le ha dado un respiro a nadie y a quien se queje de la falta de aire, o es despedido o es re categorizado dentro del esquema organizacional de la compañía. No lo hace por acumular riquezas, no lo hace por hacer crecer a la empresa, no lo hace para darse una vida de lujos, no lo hace para la vejez; simplemente lo hace para no dar cabida en su mente a esa sensación de abandono al que lo somete el recuerdo de la hija que se ha marchado.
Catalina, su secretaria, ingresa a la oficina con unos papeles en la mano y con la noticia en la boca de que le han confirmado la necesidad urgente de que don Carlos se haga presente en Barcelona, España. La firma del contrato que protocoliza la adquisición de Probarcen, empresa que lleva negociando hace tres meses con un paisano que hizo plata en España está a un hervor. Con esta adquisición, Sofirar se posicionará como la empresa de mayor envergadura en la distribución de productos agrícolas en el país.
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Don Carlos ha llegado a Barcelona y se ha hospedado en el Aparthotel Atenea; piensa quedarse apenas el tiempo necesario para las firmas correspondientes y nada más. Lo encontramos sentado en una de las mesas del restaurante muy cerca de la barra de licores junto a su paisano. El contraste con esa figura indigente que dejamos en el bar de don Miguel hace ocho años es evidente, basta decir que la elegancia de don Carlos resalta sobre los comensales que disfrutan de su cena en el local a esta hora de la tarde. La comida va adelantada y los finiquitos del negocio también, según inferimos en la conversación que mantiene con su amigo.
Mientras comen y dialogan de negocios: Henrique, así se llama su amigo, no deja de mirar en la distancia rumbo a la entrada del restaurante. Ha estado clavando sus ojos en un niño de cinco años aproximadamente y en una mujer de veintiséis años, cuando mucho, y que comen helado animadamente. Don Carlos, indiferente a los asuntos que no le competen ha hecho caso omiso de la distracción de su compañero de mesa, dedicado a comer y a revisar los papeles que tiene enfrente simultáneamente. De pronto y sin razón aparente, Henrique cambia el hilo de la conversación para decirle...
—Mirà Carlos, ese niño en esa mesa es tu vivo retrato: blanquito, colorado y mofletudo —se ríe descarado y sin vergüenza al pronunciar este sarcasmo—, el cabello ensortijado es el mismo que tenès en la cabeza; las pestañas grandes y pobladas no desmienten que algo tuyo debe de tener el chaval aquel, y come igual que tú —le dice, refiriéndose con un ademán de su mano en la cara, a la muestra que tiene del postre que come su compañero de mesa, abajo de la nariz y en la comisura de la boca—; mirà, se ha untado hasta los zapatos —le dice Henrique, con cierta sorna —¿No será que fue por eso que acudiste a esta cita sin rechistar como es tu costumbre a la hora de viajar en avión?, y todo para encontrarte con un retoño del que nadie sabía nada, ¡ah! —le dice burlón y con una carcajada que termina por llamar la atención de un anciano que come en la mesa contigua.
Don Carlos se pone pálido, de su frente brotan abundantes gotas de sudor, sus manos sueltan los cubiertos, sus labios se quedan inmóviles, la lengua tiesa y los ojos se le quieren salir de las órbitas una vez se cerciora de lo que su amigo dice. Ese niño es una foto actualizada del álbum de su madre y una vez se da cuenta de quién es la mujer que acompaña a este niño, don Carlos se quiere morir: es la mujer esa con la que su hija se marchó hace ocho años.
Cubierta por una columna de gran dimensión y forrada en una lámina metálica de color plateado, no ha visto venir a su hija, solo hasta que ella se acerca por la espalda a la silla en donde se encuentra sentada «la mujer esa». Está preciosa, está divina, está más alta, está más «grande», se le escucha decir en voz baja y con el corazón en unas exclamaciones de sorpresa difíciles de contener; el juicio de don Carlos se le quiere revelar. Su hija se ha sentado y el niño se ha quedado en medio de las dos mujeres. La recién llegada atiende los cabellos, mima y limpia los zapatos de aquella copia suya y da un beso tierno en la boca a la mujer que le robó a su hija. Don Carlos se ha olvidado de su amigo, se ha olvidado de que el mundo sigue.
—Acaso no es tu hija aquella que ha llegado junto al chaval —le dice Henrique a don Carlos, con un acento de español nativo, tan falso, como la misma sorpresa en su rostro.
—Mal nacido de su santa madre, hijo de la perdición. Sos un cabròn. Eso no se le hace a un amigo. Vale más una peseta de cuero en estos tiempos que tu amistad, indio descarao —le dice don Carlos, con los ojos aguados y con la boca a punto de echarle fuego.
Don Carlos lo fulmina con la mirada, bufa un par de malas palabras adicionales y se levanta de la mesa como alma que ha de llevar el diablo en poco tiempo. Copas y cubiertos van a parar al piso laminado en madera produciendo una melodía de espanto. La silla en la que se encontraba sentado don Carlos queda recostada sobre el espaldar contra el piso víctima de la furia de su ocupante. Y, Henrique, estupefacto y sin mover una pestaña, se ha quedado viendo como don Carlos pasa raudo al lado de su hija; sin saludar, sin mirar a su nieto y menos, dirigir sus ojos a la mujer que los acompaña.
—No te preocupes —le dice Henrique a la hija de don Carlos al llegar a su lado; saludando a su vez con un gesto en los hombros que denota una disculpa, a la compañera de mesa, y con un guiño cómplice y cariñoso de sus ojos al niño que no ha dejado de comer y untarse de helado por toda la cara —La sorpresa sería tremenda, lo sabíamos, pero está blandito, eso se los digo yo —les dice a ambas mujeres y continua presuroso en pos de don Carlos.
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No sabemos qué ha pasado, pero no es difícil suponer cuál fue el resultado de las gestiones de Henrique, ya que vemos a don Carlos, luego de una semana de estadía en Barcelona, sentado en primera clase de un avión, con la copia viva de una foto del álbum de su madre sentado entre sus piernas, con su hija al lado y la mujer que ahora no es «esa» al frente suyo. El niño juega con los cabellos de su abuelo mientras éste, lelo, no deja jugar con los cachetes del infante.
—Padre, Carlos Henrique es un hijo de la ciencia —le dice con insistencia manifiesta la hija, una vez llegamos a su lado. Al parecer don Carlos no logra entender cómo es eso posible.
Jazòn
Jaime Zàrate León
Noviembre 29 de 2022 ®
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