● Una bala que tenía nombre propio
● Una bala que tenía nombre propio
Vicente tiene 19 años y se ha convertido en el sustento de su madre desde que se salió del colegio y se puso a trabajar y de eso hace ya cinco años. Doña Luisa está muy orgullosa de él a pesar de que en el fondo de su corazón lamenta que se hubiera salido de estudiar. Su muchacho tenía futuro en eso de las computadoras, les dice a sus amigas y vecinos cada vez que va a la tienda de los Velandia a comprar cigarrillos.
Esta noche escucho más animada que nunca a doña Luisa, ya que, justo antes de llegar a la tienda a comprar la leche para el desayuno, con su voz inconfundible anda enumerando una buena cantidad de todas las bondades que posee su muchacho, pues además de ser muy inteligente, amable, servicial y muy dedicado a su casa, él es un joven muy responsable con su trabajo; se ufana orgullosa la anciana con su acento enérgico y campesino en la voz, terminando la frase de manera cortante una vez me ve que traspaso la puerta del negocio. Yo saludo de manera general con un: buenas noches, a la amable concurrencia y con un beso en la mejilla a la doña. En seguida y sin pausa ella continúa sus alabanzas entre sorbo y sorbo de una cerveza que bebe con gusto, mencionando lo buen hijo, lo buen hermano, lo buen sobrino que es Vicente y todo ello acompañada en la bebida fermentada de cebada por la clientela habitual de don Abel.
En la calle se ha desgajado un palo de agua tremendo sin aviso y el corrillo de trabajadores que subían cansinamente ahora van de prisa loma arriba rumbo a sus hogares por la empedrada calle con sus sombrillas abiertas, sufriendo la inclemencia de un viento con cara de huracán. El agua que corre por los rincones de un andén ficticio baja con la basura de Barrio Alto, con los escombros de la arenera y con un perro muerto que nadie ve. No sé si es el arrullo del sonido del agua que cae sobre las tejas de zinc, la monótona vista de las ondas que se forman en los charcos de agua al caer unos goterones gruesos y pesados o el chapotear de las pisadas de la parroquia que huye del torrencial aguacero, pero todos en el local escuchamos a doña Luisa en silencio. Pienso por un instante que en realidad ya nadie le presta atención y solo se aprovecha de que ella es quien paga la tanda de polas. Ese silencio ella lo interpreta como si compartiéramos sus alegrías y los éxitos de su muchacho, eso es seguro, por las muestras de entusiasmo que da al narrar cómo fue que le llegó una nevera el otro día a su rancho. Vicentico le había comprado un nevecòn nuevecito y como hasta su rancho no llega carro; cual no se vio el pobre transportador para hacer la entrega del preciado regalo, nos cuenta doña Luisa entre risas y con los ojos a punto de soltar un par de lagrimones, más grandes que las gotas que golpean los charcos en la calle.
Ella no sabe realmente en qué consiste el trabajo de su muchacho y él tampoco se ha esforzado mucho en describírselo. Doña Luisa se conforma con la única explicación que le ha dado y con la que se despide cada vez que sale a: «hacer un domicilio», dado que eso es lo que le dice cuando sale raudo arriba de su moto. A ella no se le hace nada extraño que esos tales domicilios sean a cualquier hora del día o de la noche y, si eso no parece importarle a su muchacho a ella menos, nos dice convencida y sin que le importe tampoco que sean muy esporádicos esos «domicilios»; la paga es buena y con eso a la familia le basta, se jacta la anciana sin pudor. El caso es que a sus dos muchachas y a su guambito pequeño no les falta nada desde que Vicente trabaja para ese señor de la camioneta negra, grande y «bonitica», como ella le dice. No volvimos a aguantar hambre nos dice, con la garganta ahogada por el recuerdo de tiempos que todos sabemos fueron bien difíciles, luego de la muerte de su marido a manos de la ley.
Don Pascualino, el de la cabeza brillante y el bigote chino no deja de decirle, siempre que puede y esta noche tampoco es la excepción, que tenga cuidado con su muchacho, no sea y que un día de estos un domicilio de esos no le salga bien, ante lo cual ella le responde con total convencimiento de que su muchacho siempre va bajo el amparo de Nuestra Señora María Auxiliadora.
Doña Lucrecia, la señora de las trenzas rubias y los cachetes colorados, se persigna y musita una oración en nombre de doña Luisa pidiendo compasión a su Señor por ella; doña Nancy, la señora del cabello cano y corte masculino y con el delantal estampado con tomates, cebollas y pepinos, murmura en el oído de don José Luis, el de las gafas con cristales gruesos y la pipa en la boca, disimulando una mueca de escándalo: —¿doña Luisa será qué se hace o es que es muy pendeja? Don Abel tras el mostrador escucha como si fuera una escultura de Botero, mientras su mujer, doña Eulalia, a quien no vemos y desde la cocina y a voz en cuello, le pregunta a doña Luisa si no le da miedo de que su hijo ande montado sobre esa máquina del demonio. Lorena, la mujer más joven de la concurrencia y embarazada para más señas, se indispone por alguna razón desconocida lo que hace que doña Luisa pida una silla a gritos.
Desde un televisor que cuelga de lo alto de la pared se escucha mencionar en la voz de una mujer de pelo corto el nombre de un tal Vicente (...), a quien al parecer un escolta de un tal ministro le ha propinado un disparo de bala en la cabeza, producto de un cruce de disparos. Un policía con cara de General, flemático y circunspecto informa que: según las pesquisas iniciales, el sujeto intentaba atentar contra el ministro, pero que la rápida reacción de la seguridad del importante funcionario permitió dar de baja al antisocial aquel.
Don Abel y sus ciento veinte kilos estaban muy pendientes de las acciones de su clientela y animado por lo que acaba de escuchar en la postiza voz de la presentadora de noticias se acerca a su mujer para decirle en voz baja que hay que llamar a don Chepe...
—... pedilè unos diez petacos (canastas de cerveza) para esta noche, —le dice con cariño— Ahí tenemos aguardiente suficiente y si a los muchachos se les da por dárselas de finos hay tres cajas de amarillito en la bodega. El jaleo va a estar duro estos días y hay que estar preparados, mija —le termina de decir animado y con la melodía del dinero en la garganta.
Jazòn
Septiembre 7 de 2022 ®
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