● Se sacan piojos a domicilio

 

● Se sacan piojos a domicilio

                                                                       

            Doña Lina acaba de hacerle un peinado a Daniela con el trenzado que le solicitó la madre de la niña. El resultado es una maraña entretejida de cabello negro atados con cauchos de colores artísticamente repartidos a lo largo de los delicados cabellos de la pequeña y que, si lo observamos con detenimiento, el tejido logrado se nos parece a una atarraya para pescar: un moño azul en forma de corbatín en todo lo alto del copete le da el toque coqueto final con el tocado en tela brillante. Daniela se observa alucinada en el espejo una vez doña Lina la pone ante el espejo; la niña no dice nada, pero el brillo en sus ojos y la extensión de sus labios a lo ancho de su pequeño rostro deja claro que está satisfecha, muy satisfecha, diría doña Lina si se le inquiriera por la expresión que se ve reflejada en el cristal.

            —Doña Lina, cómo le quedó de bonito el peinado de mi hija y se lució con el moñito; le queda de perlas —le dice la mamá de Daniela desde la puerta y a medida que ingresa a la peluquería.

            Doña Lina, con algo de orgullo y vanidad en las mejillas se limita a sonreír, agregando en ello un poco de socarronería en su mirada.

            —Mi querida Marcelita, te cuento que el peinadito de la señorita te va a costar un buen dinero adicional —le dice, tomando el brazo de Marcela para llevarla hasta el lavacabezas.

            Doña Lina le muestra un recipiente plástico con una serie de punticos de color pardo oscuro que flotan sobre un líquido transparente, acompañados de una serie de pajillas diminutas de color marrón acanelado en el fondo del mismo. Marcela no puede mantenerse de pie ante el espectáculo y se deja caer sobre la silla que presta sus servicios al instrumento para lavar el cabello de las clientes de doña Lina.

            —¡Por Dios! ¿A qué hora resultó Danielita con esos bichos asquerosos en la cabeza? —dice escandalizada y sin resguardo. Aunque tarde, se da cuenta del volumen de su voz lo que hace que ruborizada observe el local en todas direcciones y con un suspiro de alivio al ver que no hay clientela a la vista y que las dos auxiliares de doña Lina tampoco están, ella continua con su quejosa voz diciendo: —de seguro fue en el colegio; pero cómo puede ser eso posible —dice, sin aliento y a punto de un soponcio— Todas las niñas son de familias distinguidísimas: hijas de ministros, de abogados, de industriales, incluso algunas son hijas de embajadores. Yo qué pensé que esas asquerosidades solo se les prendían a los pobres —termina por decir con ahogada voz.

            Una vez dichas estas últimas palabras Marcela cae en la cuenta de que no habla solo para sí misma, lo que hace que su pena se vea acrecentada de manera sustancial; doña Lina es no solo su estilista de confianza sino su amiga y desde hace muchos años, aunque suele olvidar que estudiaron juntas en un colegio oficial.

            —No se preocupe Marcelita —le dice doña Lina con un dejo de condescendencia irónico que ella asume con poca dignidad —esos bichos no conocen de estratos sociales. Así como la muerte, que no distingue otro color que no sea el rojo en la sangre de quien se ha de llevar; los piojos y las liendres tampoco tienen predilecciones especiales. Tráeme a Danielita en una semana para repetir el tratamiento y veras que queda bien limpiecita —le dice, con un aire de suficiencia que a Marcela no le gusta, pero que dadas las circunstancias a ella no le queda de otra que recibir la cachetada con guante de seda que doña Lina le propina con abnegación.

            No ha pasado una hora desde que Marcela se ha marchado con Danielita y doña Lina ya ha recibido una docena de llamadas. Madres desesperadas solicitan su presencia en sus residencias con carácter urgente. Le ofrecen transporte con chofer incluido; el precio por sus servicios es lo de menos: le insisten; discreción suplican. El secretario de una embajada que la llamó, le solicitó anonimato y una visa de trabajo le ofreció si ella atendía de inmediato a la señorita K...

            Luego de media hora un estruendo de motores se escucha en la calle. Rubiela y Constanza asustadas observan el bullicio, olvidando el cabello de sus distinguidas clientas; las dos mujeres con un cobertor plástico sobre sus hombros y con la boca abierta también olvidan el espejo para voltear a mirar el origen de la algarabía. Dos camionetas negras y cuatro motocicletas de alto cilindraje de gran tamaño se han parqueado al frente de la peluquería. Un hombre con saco negro, de camisa blanca y corbata negra desciende raudo, a paso militar y, sin pausa ingresa al local de doña Lina. Dos hombres rubios y tan altos como el vano de la puerta se han quedado franqueando la entrada del local.

            —Señora Lina, la señora del embajador nos ha enviado para que la llevemos a la embajada con carácter urgente —le dice el hombre con una resonancia gutural en la garganta muy marcada y en un tono militar que quiere sonar a familiar, una vez se instala al lado de ella en el sofá en el que ella descansa mientras lee una revista de variedades —Nuestra nación quedará en deuda con usted si le presta este servicio y ella sabrá recompensarlo, de eso esté usted segura —le dice, con esas ínfulas propias de los militares de cierto rango.

            Los vecinos de doña Lina se hacen cruces, murmuran, hacen conjeturas, se acercan a la comitiva con recelo. Las mujeres suspiran después de ver a los muchachos de las motocicletas y al par de rubios que ahora suben a una de las camionetas negras; los hombres babean por el cilindraje de las Harley-Davidson. Y, doña Lina, sorprendida y algo vanidosa por el gesto del militar disfrazado de civil que le hablo, que al abrirle la puerta trasera de la camioneta que justo quedo al frente de la entrada, para que ella ingrese al interior de la misma: acción que la hace sentir como si ella fuese una artista famosa.

Doña Lina, sentada en la mullida cojinería va con la mente puesta en un negocio que se le acaba de ocurrir: Se sacan piojos a domicilio, será el discurso del aviso que cuelgue arriba de la puerta de su local; reservas en el número 318…, absoluta discreción, ha de estar escrito en letras negras, piensa doña Lina, mientras la comitiva, rauda y con las sirenas a todo dar, avanza, rumbo a una embajada.

 

Jazòn

20 de septiembre de 2022 ®

Comentarios

Entradas populares de este blog

● Al fin de cuentas, que venimos siendo

Te medirè

● Se busca por un buñuelo

Porqué no leer a Julio Verne

Fiel

El asesino

Una gomela Timida

Diez Años

Sin sentimiento