● Juan Ramón se llama el niño

 

● Juan Ramón se llama el niño

Dibujo de Sofia Alejandra Zàrate, nieta del autor

        El sol que se insinúa en el horizonte de la cordillera y arriba de las nubes, apenas anima la temperatura del aire que sopla en La Calle Del Rey. La pareja a pesar del frío y la penumbra, parsimoniosa camina calle arriba con un bebe en los brazos del hombre de la casa. Don Jacinto no camina, levita un par de metros sobre las losas y doña Hortensia al igual que su marido, no toca el piso con sus tacones de tres centímetros. Alegre y con paso diligente apresura de pronto a su marido. El señor cura los espera, le repite sin clemencia al pobre hombre que cansado le insiste que él ya no está para esos trotes. Ha de saberse que hasta la presente mañana don Jacinto no había cargado a un infante en toda su vida y ante los ojos invisibles de unos vecinos inexistentes menos; a estas horas la feligresía de la misa de seis todavía no asoma sus ruanas, sus ponchos, sus pañoletas, en la plaza central.

            El portal de la iglesia de Nuestra Señora de los Abandonados con sus dos torres laterales de doce metros y la central con ocho metros y coronada por una gran cruz en madera, sin su cristo redentor, los espera impávida. Los han acompañado buena parte del camino desde su casa el trinar de los pájaros sinsontes, alguna pareja de mirlas bulliciosas, un viento que corre en contravía y presuroso a lo largo de las calles y pare de contar.  Una de las puertas a medio cerrar en la torre sur los invita en silencio a ingresar. Un sacerdote perfectamente ataviado los aguarda en el atrio y con un ademán de impaciencia en las manos los invita a sentarse en la primera banca de la larga fila de bancas de madera, justo al lado de una pareja de ancianos que se han quedado mirando a los recién llegados con signos de alegría en sus ojos y de alborozo en sus labios.

            El sacerdote, primo hermano de don Jacinto, da una misa de bautizo para cinco, aunque a uno de ellos no le preguntaron si quería asistir y menos si quería ser bautizado; al parecer su ventura será el que otros decidan por él lo que será de su vida. Doña Hortensia llora a lágrima viva sin mover una pestaña, movida por una emoción que va más allá de toda comprensión para cualquier observador impertinente. Ella no puede entender cómo fue qué el regalo que, el santo de su devoción le dejó en esa calle oscura del frente de su casa, le proporcionara esa felicidad que le nace en el estómago y que le sube a borbotones de calor hasta sus mejillas; intensa, eléctrica, espasmódica, «mágica» se dice ella, y todo desde la noche que lo tuvo en sus brazos. Para don Jacinto el asunto no es muy distinto, pero el ego de su espíritu de macho cabrío le impide soltar una lagrima que tiene atorada en la garganta; está convencido de que por fin tendrá a quien enseñar su oficio de relojero y con eso le basta la vida. Piensa que, con el niño, al que Ramón, su primo el sacerdote, le realiza la ablumacion, estará garantizada por una generación adicional el futuro de la relojería, con el pecho inflamado y con los ojos perdidos en la frente mojada por agua bendita del infante que tiene en las manos.

Salen rumbo a su casa los tres que llegaron; uno bautizado y dos hechos padres a los ojos de su Dios. Un par de ancianas que vienen a la misa de seis con los cabellos cubiertos por pañoletas negras, los saludan con intriga, preguntando por la criatura y sin dejar de mirar por un solo instante el vestidito azul del niñito colorado. En coro responden don Jacinto y doña Hortensia que él es su hijo y que para la honra y bien de Dios Nuestro Señor, él acaba de recibir el bautismo. Muertos de la dicha al escucharse decir tal afirmación prosiguen su camino sin escuchar las bienaventuranzas del par de mujeres que quedan a sus espaldas. Los ven pasar los parroquianos que llegan a misa de seis, circunspectos y con el cuello estirado como avestruces curiosos con la intención nada disimulada de ver a la criatura que lleva don Jacinto en los brazos; se preguntan entre ellos en voz baja y sin que les importe que todos a su alrededor los escuchen, qué de dónde habría salido ese niño, si nadie había dado constancia de la preñez de doña Hortensia. La explicación de un viaje al extranjero por un año de la pareja a casi todos les ha parecido suficiente, pero algunos no dejan de hacerse cruces, comentando a su vez que a esa edad fue muy peligroso para la madre dar a luz a un infante.

Las campanas de la iglesia apremian, el cura en la puerta llama a misa. Pedro, el sacristán, un joven de once años saluda a su abuela María una vez pasa ella a su lado. Mientras tanto, doña Hortensia y don Jacinto apenas han llegado a la plazoleta de las flores y a alguien ven venir y no les queda de otra que regresar para la misa de seis, empeñados en cubrir al niño del frío que viene de la cordillera en forma de viento helado.

Una joven de aspecto poco recomendable les corta el paso luego de una carrera atropellada. Ella quiere ver al niño, ella quiere saber de él, ella quiere cerciorarse de que está bien. Doña Hortensia se pone pálida, don Jacinto muy nervioso y sin más dilación la joven les pregunta qué nombre le pusieron a su hijo.

—Se llama Juan Ramón De la Espriella Granados —dicen al unísono la pareja de recién graduados como padres, poniendo un énfasis glorioso en los apellidos antes mencionados y sin más preámbulo emprenden la huida al interior del templo santo.

La joven se marcha con los ojos en el piso y arrastrando una carreta llena de trebejos por la calle Del Real, prometiéndose a sí misma no olvidar a Juan Ramón.

Jazòn

Jaime Zàrate Leòn     

Octubre 7 de 2022 ®

 

 

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