● Desde el puente
● Desde el puente
La tarde transcurre como tantas otras: aburrida, rutinaria, perezosa entre tanto afán. Algunas gentes van y vienen con prisa y a ninguna parte; ajenas entre sí unas cuantas almas más esperan al borde del andén un taxi, un bus o pasar la calle por donde no es; en la distancia se ven subir y bajar los peldaños metálicos de las escaleras de un puente peatonal que tengo ante los ojos a unos cuantos citadinos adicionales que producen una música mineral con sus pisadas que a nadie molesta, acostumbrados como están al ruido de la ciudad y a los audífonos que cuelgan de sus orejas: a lo mejor es por eso que ni se dan cuenta de lo molesto que resulta ese ruido del demonio. Desde el asiento del bus para treinta pasajeros que conduzco observo ese mundo de cabezas, cuerpos y vestidos que se mueven como hormigas sin panal. Me encuentro esperando a mis primeros pasajeros del turno de las dos de la tarde y como he llegado temprano tengo tiempo para divagar de lo lindo.
Hay un hombre de unos cuarenta y tantos años que me ha llamado la atención desde el instante en el que detuve el motor de mi carro y, después de un par de minutos de estar viendo cómo se mueve nervioso a lo largo y ancho del andén termino por reconocerlo: ¡es Jaime!, un tocayo amigo mio, antiguo compañero de colegio y socio en alguna aventura comercial fracasada hace muchos años. No dudo, me bajo del carro y me acerco para saludarlo y esté, al verme venir, se abalanza sobre mí con los brazos abiertos. Luego de un saludo afectuoso y algo cursi por parte de él nos preguntamos por nuestras vidas y de lo que hemos hecho con ellas, para luego y sin aviso ni otra cosa que expresar me dice de sopetón:
—Menos mal te encuentro tocayo, o sino no hubiera tenido la fuerza para hacer lo que tengo que hacer —me dice angustiado—. Dile a Martha, mi mujer, que no la perdono.
Y antes de que esté servidor llegue a musitar una simple palabra me da una hoja de papel tamaño carta plegada en tres partes, y acto seguido sale raudo escaleras arriba sin que yo pueda reaccionar a nada.
Apenas he regresado a mi puesto de chofer y venía con toda la intención de leer el papel, ya que me creo autorizado a hacerlo pues carece de sobre alguno que lo selle de mis ojos, y antes de empezar, mis ojos me llevan arriba del puente y me encuentro con la imagen de un hombre que está a punto subirse a la baranda del puente, justo sobre lo más ancho de la vía que pasa por debajo, con la clara intención de lanzarse al vacío: ¡es Jaime! Un joven policía, por no decir un niño policía, lo tiene asido por un brazo con lo que lo obliga a detener sus intenciones, pero como Jaime es más grande y más pesado, el joven se ve en aprietos para mantenerlo al otro lado de la baranda. Ya han llegado tres o cuatro pasajeros, pero olvido al instante que tengo que salir en pocos minutos y corro escaleras arriba para ayudar en lo que pueda.
—¡Déjeme, chino marica! —le escucho decir, dirigiéndose al joven policía apenas llego a su lado.
—Usted no se meta, tocayo —me dice apenas me ve—. Usted solo encárguese del favor que le pedí.
—¡No lo haga!, ¡no sea pendejo! —le digo sin conectar mi cerebro con mi lengua.
—¡Usted qué sabe tocayo! —me dice airado mientras forcejea con el joven—. Me mame de pagar por caprichos: qué un celular nuevo para mí hija a cada nada; qué cambiar el carro de mi mujer cada dos años; qué pagar la hipoteca de una casa que nunca quise; qué el viajecito a La Florida cada fin de año; qué comprar ropa de marca siempre, eso de que las amistades no te vean bien vestido da pena, ¿o no?; qué los restaurantes caros, a la señora le da urticaria la comida de la casa; qué la consola de última generación para el nene de doce años cada vez que sale una, y todo para qué. Las tarjetas, todas están sobregiradas y para colmo me acaban de echar del puesto. Además, me acabo de enterar que el nene no es hijo mío. ¡No!, ¡qué va! A estas alturas no sé si los otros dos a lo mejor tampoco sean míos y para el colmo de mis males me dice el médico que tengo un cáncer en los pulmones, disque por andar fumando. ¡Si yo no he fumado nunca!, ¡ah!
En un descuido mi tocayo se ha zafado del policía bachiller y sin mediar más palabras se ha lanzado por sobre la baranda rumbo al pavimento de la vía. Angustiada, la curiosa concurrencia que se ha detenido en medio del puente, el joven policía y este impertinente servidor, corremos a asomarnos a ver el resultado de tal temeridad y vemos que el hombre ha caído sobre el techo de un bus que pasaba en ese momento, (vehículo similar al que yo conduzco), produciendo en el techo del mismo una abolladura de gran dimensión.
Boca abajo, un cuerpo mareado se levanta pesadamente, sin pausa salta los tres metros de altura que lo separan del asfalto y raudo se pierde entre la multitud que se congrega alrededor del bus en cuestión y yo me quedo viéndolo correr desde el puente hasta que se pierde de mi vista; preguntándome qué he de hacer con la carta que me ha entregado mi tocayo para Martha, su mujer.
Jazòn
Julio 16 2022 ®
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