Los amos de la casa

 
 
 
  Los amos de la casa

 

Agazapado tras un poste la está esperando mientras se fuma un cigarro de marihuana y con la mano libre dentro de un bolsillo de la chaqueta, a que ella se aproxime lo más cerca posible. La observa sin quitarle los ojos a la maleta que trae terciada al hombro. La poca luz de la calle lo esconde de una patrulla motorizada de la policía que pasa rauda. De reojo, alcanza a conocer a uno de los policías, al que va conduciendo la moto. El polocho se hace llamar cabo Montero, y se dice ser muy rudo, pero es una panelita con queso rallado encima.

No lo ha visto, no sabe que está ahí, a una cuadra. Camina confiada a pesar de la hora, son la una de la mañana y llueve a cantaros. La maleta la incómoda por el peso y la cambia de costado. Ve pasar a dos policías en una moto y piensa por un segundo en pedir su ayuda, pero recuerda que no le ha ido muy bien con los de verde. Un hombre que duerme al costado de un portón sobre unos cartones rezonga algo cuando pasa a su lado, alterando todavía más sus nervios ya de por sí al borde del colapso. El humo de un cigarrillo que sube envolviendo un poste la pone en alerta máxima.

—Hola, ¿por qué te has tardado tanto? ¿Cómo sigue Romeo? Te dije que nos están esperando y tu pensando en pajaritos —le dice a su mujer, al verla llegar a su lado.

Tomados de la mano, cruzan la calle y se paran frente a un local que tiene arriba de la puerta un letrero que dice: Veterinaria Los Amos de la Casa. De la maleta sale un maullido débil y es como si dijera: ¡Dense prisa, quieren!

 

Jazon

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